Capítulo
53
Los días pasaban uno tras otro. Las hojas
en las ramas pasaron de brotar tímidamente a desplegarse en retoños, luego a
lucir un verdor vibrante, y finalmente, como si se les hubiera agotado el agua,
comenzaron a amarillear. Para cuando Xiao Ding sanó por completo, la estación
ya había entrado en el inicio del otoño.
Su vida se volvió monótona y aburrida. Sin
otra opción, comenzó a hojear una y otra vez el sutra budista que le había sido
otorgado por decreto imperial. Era naturalmente inteligente, y aunque lo leía
sin demasiado empeño, tras unas cuantas vueltas ya podía recitarlo de memoria.
Por eso, cuanto más lo leía, más tedioso le resultaba.
En la habitación lateral, el altar budista
mantenía el incienso encendido día y noche. Si alguien de fuera lo viera,
pensaría que allí reinaba una pureza casi digna de una raíz budista.
Desde que sus heridas del látigo comenzaron
a sanar, llamó de inmediato a los dos eunucos para que limpiaran la habitación.
Al principio, ambos temían la orden de Chen Zeming y no se atrevían a entrar.
Pero Xiao Ding, con el rostro severo, soltó:
—¡Llamen
al supervisor del Departamento de Ritos para que venga a recogerlos!
Los asustó tanto que no tuvieron más
remedio que entrar temblando.
En realidad, a estas alturas, ya no tenía
ese poder de mando inmediato. Pero tras tantos años como Emperador, su
autoridad acumulada aún pesaba. Engañar a dos eunucos recién llegados al
palacio seguía siendo tarea fácil.
Chen Zeming, al enterarse, no dijo nada.
Xiao Ding ya estaba recuperado en un
setenta u ochenta por ciento. Xiao Jin se mostraba cada vez más cercano con él.
Dado que ya no era posible que otros usaran este asunto como excusa para hacer
ruido, ¿para qué iba él a buscar problemas?
Además, una vez que había decidido no
matarlo, comenzó a mostrarle cierta tolerancia. Pelear con alguien que ya
estaba medio muerto no era propio de un hombre.
Lo curioso era que Xiao Ding también se
comportaba de forma inusualmente tranquila.
Chen Zeming estaba algo sorprendido. Por
más que lo pensara, ese hombre no parecía del tipo que se volvería dócil tras
una tanda de latigazos. Aunque sabía bien que, en ese momento, agachar la
cabeza y mostrarse sumiso era una forma prudente de protegerse, ver a Xiao Ding
—siempre tan afilado y desafiante— comportarse así, le provocaba cierta
incomodidad.
En cuanto a aquella noche de intimidad,
ambos la mantenían oculta. Ninguno había vuelto a mencionarla. Cada uno tenía
sus propias razones.
Xiao Ding comía vegetariano todos los días.
Lo que le traían era apenas un plato de arroz y otro de verduras, simple hasta
el extremo. Pero ese día, encontró algo más entre la comida.
Guardó la bolita de cera en la manga, y se
comió todo el contenido del cuenco como si nada. Luego llamó a Chen Yu para que
recogiera los restos. Cuando este entró, Xiao Ding lo observó con atención, sin
perder detalle de sus movimientos. Pero el otro no mostró nada fuera de lo
común.
Cuando se retiró, Xiao Ding frunció
ligeramente el ceño, con expresión de desconcierto.
Desenvolvió la bolita de cera. Dentro había
un trozo de papel. Alisó el pliegue y, al ver la caligrafía, la reconoció de
inmediato. Aquella letra la había elogiado muchas veces en el pasado, diciendo
que valía su peso en oro, causando incluso que el papel de Luoyang se
encareciera por la demanda.
Era Yang Ruqin.
No sabía a quién había sobornado, pero
había logrado introducir el mensaje bajo la mirada de todos.
Xiao Ding echó un vistazo al contenido,
luego arrugó el papel y se lo tragó.
En ese mismo momento, Yang Ruqin caminaba
con calma, las manos tras la espalda y su calabaza de vino colgando. Avanzaba
sin prisa.
A ambos lados, la calle estaba llena de
gente. Comercios por doquier. Las calles de la capital siempre eran así de
bulliciosas.
A la gente nunca le importa quién ocupa el
corazón del palacio. Lo que les importa es si hay comida en la mesa, si tienen
ropa que ponerse. En ese sentido, Yang Ruqin tampoco sabía si lo que hacía era
desafiar al cielo o seguir el sentir del pueblo. Pero él siempre había sido
así: una vez que decidía actuar, no volvía a pensarlo demasiado.
En ese momento no ostentaba ningún cargo, y
aunque no estaba del todo atado de manos, moverse seguía siendo una tarea llena
de obstáculos.
Echó un vistazo a su alrededor y, de
pronto, se desvió hacia un callejón estrecho.
El joven que lo seguía se sobresaltó,
aceleró el paso, pero al acercarse a la entrada del callejón, volvió a aminorar
la marcha y apoyó la mano sobre la empuñadura de su espada.
Aquel callejón apenas tenía tránsito.
Du Guhang esperó un momento, pero al final,
temiendo perderlo, giró la esquina.
Justo entonces, algo salió volando hacia
él. Era de color dorado, no se sabía si un arma oculta o qué.
Du Guhang se estremeció, dio un paso atrás,
y su espada salió de la vaina con un silbido. Estaba por contraatacar, pero el
objeto volvió a girar en el aire y regresó.
Du Guhang se quedó perplejo. Al enfocar la
vista, no pudo evitar sentirse algo avergonzado.
Yang Ruqin estaba frente a él, sonriente.
Vestía una túnica larga, con aire refinado y erudito, pero con una arrogancia
difícil de contener. Levantaba en alto su calabaza de vino.
—¿El
joven quiere beber? —preguntó Yang Ruqin con voz suave.
Du Guhang se quedó inmóvil.
El otro no parecía notar el filo brillante
de su espada, y solo sonreía:
—Me has seguido un buen rato, joven.
Imagino que también eres hombre de
vino…
Al decir esto, levantó la calabaza, destapó
el corcho y aspiró profundamente. El aire se llenó de un aroma embriagador,
denso y exquisito.
Yang Ruqin no ocultaba su alegría:
—Esto es la receta secreta de la señora Chu de la calle del Este. Se llama “Rojo del Primer Erudito”. Me costó medio día
conseguir apenas una libra…
Que hayas llegado siguiendo el aroma demuestra que sabes apreciar lo bueno. Es
raro, muy raro.
Mientras hablaba, se acercó y presionó con
la mano el dorso de Du Guhang, bajando la hoja de su espada con gesto casual.
—Vamos, vamos. Busquemos una taberna,
pidamos un par de platos. Si el destino nos ha reunido, bien merece compartirse
esta calabaza de vino.
Du Guhang seguía alerta. Pero al acercarse,
percibió el fuerte olor a alcohol que emanaba de Yang Ruqin: el hombre ya
estaba medio borracho.
Además, no mostraba intención de huir, sino
que se aferraba a él con insistencia. Era, sin duda, el comportamiento de
alguien embriagado. Pensó: “Este hombre no me ha visto antes, no puede
reconocerme. He sido yo quien ha exagerado.”
Con ese pensamiento, aflojó lentamente la
mano.
Yang Ruqin, sonriente, lo arrastró sin
ceremonias hasta una taberna cercana, donde pidió una mesa llena de platos.
Du Guhang miraba el vino y la comida, luego
al hombre que bebía riendo con la cabeza echada hacia atrás. Pensaba: “Yo
vine a atraparlo tras un encuentro fortuito en la calle, ¿cómo he acabado
comiendo y bebiendo con él?”
El contraste entre el propósito inicial y
la escena presente era, francamente, algo cómico.
Xiao Ding, al leer las palabras en el
papel, comprendió que, aunque había sufrido, al fin se vislumbraba la luz. Lo
que no sabía era cómo pensaba actuar Yang Ruqin para sacarlo de allí.
Consciente de ello, empezó a prestar más
atención a lo que ocurría a su alrededor.
Pero las personas con las que podía hablar
eran pocas. Chen Yu era parco y algo mayor, así que no le preguntaba mucho. En
cambio, los dos jóvenes eunucos que venían a limpiar cada día sí eran más
propensos a conversar.
Poco a poco, logró sonsacarles información:
el actual Emperador tenía una consideración especial por el Príncipe Chen. Este
ya ocupaba el cargo de Comandante Supremo de los ejércitos, y ahora también
había sido nombrado Primer Ministro de la Izquierda. El antiguo Ministro de la
Derecha, Du Jindan, aunque había recibido muchos títulos, no tenía tanto poder
real como el Príncipe Chen.
Además, el Emperador lo convocaba al
palacio cada pocos días para enseñarle tiro con arco. Era, en efecto, su
maestro imperial. Y todo indicaba que aún habría mayores favores por venir.
Xiao Ding escuchó la noticia y permaneció
en silencio largo rato. Luego, hizo que los dos se retiraran.
Al llegar la noche, durante la cena, los
eunucos trajeron la comida.
Xiao Ding se sorprendió al ver sobre la
bandeja una jarra de vino y varios platos. Preguntó:
—¿Qué significa esto?
El joven eunuco negó con la cabeza, también
confundido. Justo entonces entró Chen Yu, y al ver la escena, dijo:
—Lo ha enviado el Príncipe Chen. Dijo que se acerca el
aniversario de un viejo amigo.
Al oírlo, Xiao Ding palideció. Un
estremecimiento le recorrió el pecho.
—¡Yang
Liang!
Yang Liang había muerto en esta misma
estación, hacía ya trece años. En su afán por escapar, lo había olvidado por
completo.
Se quedó sentado, inmóvil, durante largo
rato. Luego vio que sobre la bandeja había dos copas vacías. Tomó una con
delicadeza y la observó con atención.
En ese momento, alguien entró en la
habitación. Los otros dos se retiraron.
Xiao Ding se volvió. Chen Zeming estaba de
pie en el umbral, justo fuera del alcance de la luz. Dijo en voz baja:
—Se acerca el aniversario de Yang. Antes
hacíamos grandes ofrendas… Ahora solo podemos hacer algo sencillo.
Xiao Ding lo miró largo rato sin decir
palabra.
En ese instante, parecía que los rencores
se habían disipado un poco.
Chen Zeming se acercó, volteó la otra copa,
la llenó de vino y, tras dejar la jarra, lo observó en silencio.
Xiao Ding soltó:
—¿Para
qué fingir…?
Pero se interrumpió a mitad de la frase.
Alzó la copa, hizo una leve reverencia, se remangó con suavidad y vertió el
vino frente a él.
Chen Zeming permanecía de pie junto a la
mesa, sin moverse, observando cada gesto. Su expresión era difícil de leer.
Aquella sería la última vez que Xiao Ding
rendiría homenaje a Yang Liang. Si el difunto podía ver desde el más allá,
seguramente lo miraría con desprecio. En esa mirada afilada solo habría cuatro
palabras: “El traidor del señor”.
Xiao Ding quedó absorto un momento, luego
dijo:
—Siéntate.
Chen Zeming lo miró sorprendido, pero no
dijo nada y tomó asiento.
Xiao Ding ordenó:
—Que traigan otra copa.
Su tono seguía siendo el de quien está
acostumbrado a mandar. Era, sin duda, un hábito de años. Chen Zeming lo miró de
reojo, levantó la mano y dio unas palmadas. Chen Yu, que aguardaba en la
puerta, entró de inmediato.
Chen Zeming dijo:
—Agrega un juego de platos y cubiertos.
En realidad, no hacía falta que lo dijera.
Chen Yu ya sabía lo que debía hacer. Asintió y salió. Poco después, trajo lo
necesario.
Xiao Ding, por supuesto, no le serviría
vino. Chen Zeming llenó su copa por sí mismo.
—Que el hermano Yang, allá donde esté… no tenga ataduras en el corazón, y pueda partir en paz hacia la dicha suprema.
Al decirlo, también vertió el vino frente a
él.
Xiao Ding suspiró:
—El ladrón del trono aún
vive. ¿Cómo podría él descansar?
Chen Zeming guardó silencio. Luego alzó los
palillos y tomó un bocado.
Xiao Ding sonrió:
—¿Y
cómo es el paisaje en el lecho del nuevo
soberano?
La mano de Chen Zeming se cerró de golpe en
un puño. Por poco lanza el cuenco de arroz a la cara del otro. Pero al final se
contuvo. Con el rostro lívido, golpeó los palillos contra la mesa con un
chasquido seco, se levantó y salió a grandes pasos.

