La Orden Del General 52

  

Capítulo 52

 

 

Muy pronto, en la corte volvieron a surgir rumores.

 

Chen Zeming se sentía bastante impotente. Cuando Xiao Ding era Emperador, que se hablara así de él aún tenía cierta lógica. Pero ahora que Xiao Jin ocupaba el trono, que los rumores fueran casi idénticos… resultaba extraño.

 

Tal vez, a ojos de la mayoría, lo que uno deja pasar pesa más que lo que uno ha hecho.

 

Justo en ese momento, Xiao Jin le pidió que acudiera al palacio cada día para enseñarle equitación y tiro con arco. El joven soberano vivía recluido en la Ciudad Prohibida, probablemente sin enterarse de lo que se decía afuera, y por eso actuaba sin reservas.

 

Chen Zeming dudó un poco, pero pronto aceptó. Si el otro le ofrecía flores en un momento crucial, él debía corresponder con jade.

 

La reputación… hacía tiempo que no debía importarle.

 

Sin embargo, cuando Xiao Jin encontró un momento libre y le preguntó en privado si lo que había dicho aquel día había estado bien, con una mirada llena de expectativa y cautela, Chen Zeming se quedó un poco desconcertado.

 

Esa expresión, como la de un niño esperando elogios, completamente desprovista de defensas, le provocó una sensación difícil de describir.

 

Tras vacilar un instante, sonrió y dijo:

—Lo que Su Majestad dijo fue muy acertado. No dejó espacio para que el otro pudiera cuestionarlo.

 

Xiao Jin no pudo evitar sonreír, aunque enseguida intentó disimularlo.

 

Chen Zeming lo observó. No percibía falsedad en esa sonrisa. Y al recordar que después de aquello el joven Emperador no había hecho ninguna investigación privada, sintió de pronto cierta emoción.

 

Fuera Xiao Jin un niño precoz con mente astuta o simplemente alguien de pensamiento sencillo, lo cierto era que esa indulgencia le había dado una oportunidad de sobrevivir, y dejaba clara su postura.

 

Entonces, debía corresponderle.

 

Así fue como empezó a mirar a Xiao Jin con otros ojos.

 

Xiao Ding conservó la vida, pero las heridas del látigo eran demasiado graves. Por el momento no podía levantarse de la cama; su cuerpo maltrecho solo podía sanar poco a poco.

 

Chen Zeming ordenó a Chen Yu que lo atendiera personalmente. Nadie más tenía permitido acercarse. Incluso los dos jóvenes eunucos enviados por Xiao Jin fueron destinados a tareas de limpieza y no se les permitió entrar al salón.

 

Cuando Xiao Ding abrió los ojos, era justo por la mañana. El sol se deslizaba sobre las ventanas finamente talladas, palmo a palmo, con una frescura inusitada.

 

Su primer pensamiento fue: “Duele demasiado. Así, mejor habría sido seguir inconsciente.” El segundo: “Estoy vivo.”

 

Ya había amanecido. La muerte de Han Youzhong seguramente se habría divulgado. Por muy despiadado y poderoso que fuera Du, en este momento no podría atreverse a envenenar por segunda vez.

 

Xiao Ding gritó con fuerza. Tras un buen rato, finalmente entró un soldado de túnica negra. Xiao Ding no lo regañó, solo dijo:

—Tengo hambre. Tráeme algo de comer.

 

Había estado inconsciente varios días, y el hambre lo devoraba.

 

El que entró era Chen Yu. Al oírlo, se apresuró a traerle el resto de congee y comenzó a alimentarlo.

 

Xiao Ding deseaba devorarla como un lobo. Sentía que podría comerse una vaca entera. Pero las heridas en su rostro ya habían cicatrizado, y cada movimiento de la boca le tiraba la piel, haciéndole doler. No tuvo más remedio que tragar con una elegancia forzada.

 

En su interior, maldecía a los antepasados de Chen Zeming una y otra vez. Se arrepentía profundamente de haber premiado tantas veces a los ancianos de la familia Chen. Aquellos dos viejos que parecían tan honestos habían criado a un lunático igual de “honesto” que ahora lo había arruinado.

 

Al terminar de comer, Chen Yu recogía los cuencos para retirarse, cuando escuchó a Xiao Ding murmurar con voz débil:

—El médico imperial… Me duelen las heridas. Llama al médico.

 

Chen Yu lo miró y respondió con respeto:

— El Príncipe Chen ha ordenado que no se llame al médico. Ya he aplicado el ungüento.

 

Xiao Ding sintió que la última cucharada se le atoraba en la garganta. No podía tragarla. Quiso preguntar si habían aplicado el ungüento en “ese” lugar, pero al final no se atrevió.

 

Chen Yu hizo una reverencia y salió.

 

La habitación quedó en silencio de inmediato.

 

Xiao Ding movió el cuerpo. Confirmó que, por ahora, no podría levantarse.

 

Recordó que él también había azotado a Chen Zeming aquella vez.

«Vaya retribución.»

 

«Muy bien» Pensó. «Me lo ha devuelto todo, uno por uno. Qué despiadado es. ¿Cómo no lo vi antes? ¿Cómo pude dejar que ascendiera sin hacer nada?»

 

La habitación permanecía en un silencio absoluto.

 

Salvo por la aplicación de medicinas y la entrega de comida, si él no llamaba, los soldados rara vez entraban. El silencio era como una plancha de hierro, imposible de romper.

 

Los días acostado eran insoportables. Empezó a contar los ratones de la habitación. Al parecer, vivía una familia entera de ratones grises: dos grandes, seis o siete pequeños.

 

Los observaba corretear sin pudor por las esquinas polvorientas, husmeando en busca de comida. Podía pasar medio día mirándolos.

 

Desde la muerte de Han Youzhong, nadie había vuelto a limpiar aquella habitación. Sin embargo, él escuchaba claramente, cada mañana, el sonido de escobas barriendo en el exterior. Quería llamar a alguien para que entrara y dejara el lugar en orden, pero cada vez que lo intentaba, las heridas en su cuerpo se tensaban con un dolor punzante. Ni hablar de gritar.

 

Así que terminó por rendirse. Esa sensación le era familiar: el mundo entero bullicioso, y solo el rincón donde él se hallaba parecía olvidado, ignorado por todos.

 

Sentía algo parecido al miedo.

 

Se llevó la mano a la cintura. La placa de jade no estaba con él. Aquella noche la había dejado bajo la almohada. ¿Y si algún eunuco se la había robado? Se arrepentía de su descuido. Un objeto tan importante debía llevarse siempre encima. Incluso si dolía mirarlo, era mejor eso que perderlo.

 

—Yang Liang… Yang Liang…

 

Murmuró ese nombre, como si volviera a ver al joven alto y gallardo que solía sonreírle con cierta ironía. Sonrió también.

 

Con el paso de los días, a veces se sentía confuso, como si él mismo fuera aún un muchacho, ansioso, temeroso, esperando la orden del príncipe depuesto.

 

Tenía que concentrarse mucho para recordar que aquel hombre ya había muerto. Que llevaba muerto muchos años.

 

Ya no había nadie afuera esperando que él tuviera éxito.

 

Cuando el dolor se volvía insoportable, comenzaba a gemir sin parar.

 

Esos sonidos, llenos de rencor, parecían venir de otra persona junto a él. Y eso, curiosamente, le daba algo de consuelo. Aunque los suspiros se desvanecían pronto, era mejor que el silencio absoluto.

 

Todo había vuelto a comenzar.

 

Y todo era por culpa de ese hombre.

 

Con el dedo, fue trazando una y otra vez los tres caracteres de “Chen Zeming”, hasta que la repetición desgarró la tela del cobertor junto a su mano.

 

«Algún dí Pensó: «Escribiré ese nombre en el edicto imperial con tal fuerza que nadie podrá apartar la vista.»

 

Cuando por fin pudo incorporarse, los dos bollos sobre la mesa ya habían sido devorados por los ratones. Ni una miga quedaba. Pero tras observar con atención, confirmó que no faltaba ni uno: los grandes y los pequeños seguían allí.

 

—¿Entonces el veneno fue solo cosa de Du Jindan?

 

Pensó largo rato, pero terminó por desechar la idea.

 

—No… esos dos están juntos en todo. Ya sea el golpe palaciego o el veneno.

 

Chen Zeming había visitado el Palacio Frío varias veces. Siempre se detenía un momento junto a la ventana, y luego se marchaba.

 

Sabía todo sobre el estado de Xiao Ding: cuánto había sanado, cuántas veces se había levantado ese día, incluso cuánto había comido. Pero no deseaba volver a enfrentarlo cara a cara.

 

Ese día, al asegurarse de que Xiao Ding dormía profundamente, entró a echar un vistazo.

 

Aún no había llegado junto a la cama, cuando vio los ojos del otro completamente abiertos.

 

Xiao Ding estaba absorto mirando el dosel. Al oír los pasos, desvió la mirada hacia él.

 

Chen Zeming se detuvo de inmediato, ajustó el casco con la mano y reprimió su enojo. Ese muchacho, Chen Yu, no era lo bastante experimentado: ni siquiera había confirmado que estuviera dormido antes de decirlo.

 

Los dos se miraron a distancia durante largo rato.

 

Sin mostrar demasiada expresión.

 

Luego, Chen Zeming dio medio paso atrás y se dio la vuelta para marcharse.

 

Xiao Ding volvió a girar la cabeza, contemplando la mancha de sangre ya seca sobre el dosel. Sonrió.

«¡Qué situación tan curiosa!» Pensó.