La Orden del General 47

  

Capítulo 47

 

Ambos guardaron silencio por un momento y se miraron a los ojos.

 

—Ese hombre… si no muere, tarde o temprano será una amenaza.

 

Esa frase no necesitaba ser pronunciada. Ambos habían experimentado personalmente el poder de aquel hombre durante años. Aunque ahora el nuevo gobierno y el joven Emperador estaban establecidos, el otro había gobernado durante demasiado tiempo, con raíces demasiado profundas. Limpiarlo por completo en poco tiempo era imposible.

 

Chen Zeming apartó la mirada y pensó en silencio: «Lo encerraré de por vida. Y si algún día estoy por morir, lo mataré con mi espada antes.»

 

Pensar así era liberador, sí, pero él mismo sabía que esa idea era infantil, impropia de alguien de su edad y posición. Así que permaneció en silencio.

 

Du Jindan murmuró:

—Soltar al tigre es fácil, atraparlo después es difícil. ¿Ha pensado el Príncipe Regentes en sus seres queridos?

 

Aquella frase era casi idéntica a la que Yang Ruqin había dicho antes. Chen Zeming alzó lentamente la mirada y lo observó sin responder.

 

Du Jindan habló con calma.

 

—Si él logra revertir la situación, los que morirán no seremos nosotros dos, ni nuestras familias. Serán… —Suspiró levemente— Muchos, muchos otros…

 

Al ver que Chen Zeming seguía sin mostrar expresión alguna, Du Jindan murmuró en voz baja, añadiendo una frase más:

—¿Recuerda el incendio en el harén?

 

En ese momento, Xiao Ding estaba hojeando el sutra imperial que le habían concedido.

 

El altar budista recién traído estaba colocado en la habitación lateral. Han Youzhong se ocupaba de limpiar, sin nadie más a su alrededor. Aun así, Xiao Ding leía con extrema concentración.

 

Pasaba palabra por palabra, como si las estuviera masticando.

 

Ni siquiera Han Youzhong lo sabía: en realidad, todo aquello no le interesaba en lo más mínimo a Xiao Ding. Desde los quince años había dejado de creer en Buda.

 

Tal vez Buda existía, pero parecía que jamás lo había favorecido. Y ahora, con tanta sangre en sus manos, imposible de borrar, incontable…

 

Cuando no tenía pecado alguno, Buda lo ignoró. ¿Y ahora, cubierto de deudas de sangre, Buda lo compadecería?

 

A esa idea débil y cobarde, él solo podía responder con desprecio.

 

Pero, aun así, no tenía más remedio que fingir devoción.

 

Había demasiados ojos observándolo desde fuera, mirándolo actuar. Si no lo hacía con suficiente convicción, ¿cómo iba a conservar la vida?

 

Así son las luchas por el poder: cuando lo pierdes, eres tan vil como el polvo, aunque hayas sido el hijo predilecto del cielo, aunque un solo gesto tuyo pudiera decidir la vida o muerte de miles.

 

«Has perdido.»

 

Se dijo a sí mismo: «No te rebeles, baja la cabeza, aunque sean más los que te pisoteen.»

 

«…Aunque uno de ellos sea la persona que más desprecias.»

 

«Ríndete por completo. Haz que todos crean que estás derrotado, que tu corazón está muerto. Solo así podrás conservar la vida. Solo así habrá una oportunidad… Una oportunidad para aplastar a esa persona con toda tu fuerza.»

 

Chen Zeming miró a Du Jindan, luego apartó la vista como si evitara encontrarse con él. Su mirada vagó por un momento.

—…Pero si lo matamos ahora, no podremos evitar el caos.

 

Du Jindan sonrió, confiado.

—Con el Príncipe Regente aquí, y cientos de miles de soldados de armadura negra, ¿qué tipo de caos no podríamos contener?

 

Pensó un momento, y añadió:

—Si no actuamos ahora, el caos que vendrá después será mucho mayor.

 

Chen Zeming guardó silencio. Tras un largo rato, habló con dificultad:

—Asesinar a alguien que no tiene capacidad de defenderse va en contra de la ética del guerrero. No es algo que un cultivador marcial deba hacer. Yo no lo haré, y mis hombres tampoco.

 

Du Jindan asintió.

—Mientras el Príncipe Regente no lo impida, basta. Para asuntos como este, siempre hay quien debe encargarse. ¿Por qué habríamos de mancharnos las manos nosotros…?

 

Tras decirlo, pareció recordar algo y añadió con una sonrisa:

—Dicen que la Guardia de Túnicas Negras del Príncipe Regente custodia el Palacio Frío con tal rigor… que ni una mosca podría colarse. Una vigilancia tan estricta, verdaderamente admirable.

 

Mientras se acariciaba la barba, soltó una risita complacida.

 

Chen Zeming lo miró con gravedad, la mirada perdida, sin rastro de sonrisa.

 

Desde aquel encuentro, Xiao Jin comenzó a interesarse cada vez más por Chen Zeming. No podía evitar convocarlo al palacio una y otra vez, bajo el pretexto de discutir asuntos de Estado.

 

Por un lado, había percibido que la verdadera naturaleza de Chen Zeming distaba mucho de la imagen de dureza y frialdad que proyectaba: en realidad, era alguien reservado, sereno, incluso afable. Por otro lado, aunque fuera un emperador títere, aislado en la corte imperial, necesitaba un respaldo poderoso para mantenerse firme.

 

Muy pronto, todos notaron el favor que Xiao Jin le dispensaba. El ir y venir de carruajes frente a la residencia de los Chen se volvió aún más frecuente, una escena cada vez más habitual.

 

Chen Zeming se sorprendió al notar la dependencia que el nuevo soberano comenzaba a mostrar hacia él, sin que él hubiera hecho nada en particular. ¿Por qué Xiao Jin le confiaba tanto? No lograba entender la mente de aquel joven.

 

Estaba acostumbrado a Xiao Ding, sombrío como una roca de hierro, un monarca que jamás respondía. Este niño, en cambio, parecía una criatura pequeña: bastaba un gesto para que entregara todo su corazón. Era algo que le resultaba difícil de comprender.

 

«Con las emociones tan visibles en el rostro ¿cómo puede gobernar? ¿Cómo puede controlar a sus ministros?»

 

Sacudió la cabeza en silencio, pero no tuvo corazón para herir esa confianza naciente.

 

Quince años…

 

Recordó aquella historia que Yang Liang le había contado. Xiao Ding también había tenido una infancia feliz.

 

Quince años, también en lo profundo del palacio. Tal vez este niño tímido podría recorrer un camino completamente distinto, convertirse en un monarca benevolente. De pronto, esa idea se le instaló en el corazón.

 

Y al mismo tiempo, comprendió que era una idea extremadamente peligrosa. Pero no podía evitar vacilar por ello.

 

Du Jindan no se apresuraba a actuar. Tal vez estaba esperando el momento oportuno.

 

Chen Zeming aún tenía tiempo para luchar consigo mismo, pero no había revocado su orden.

 

Du Jindan tenía razón: Xiao Ding debía ser eliminado. Si Du Jindan estaba dispuesto a hacerlo, ¿por qué no dejar que la corriente siguiera su curso?

 

Pero sentía como si tuviera una espina clavada en el corazón, una que le impedía dormir o comer con tranquilidad. Pensó que debía ser el último vestigio de lealtad que aún lo atormentaba. Había servido demasiado tiempo, tanto que la obediencia se había vuelto casi un hábito.

 

Sin embargo, en este momento, esa lealtad ya no servía de nada.

 

Así que decidió ignorar ese sentimiento por la fuerza.