Volumen 2
Capítulo
39
Al acercarse el fin de año, el Emperador Xiao
cayó enfermo de repente.
Al principio, todos pensaron que no era más
que un resfriado, una dolencia menor sin mayor importancia. Incluso el médico
imperial convocado por Han Youzhong dijo lo mismo.
Por eso, ni siquiera el propio Emperador se
preocupó demasiado por la enfermedad.
Pero Han Youzhong, jefe de los eunucos del
Palacio Interior, no se atrevía a mostrar la menor negligencia. Cada día
preparaba personalmente las medicinas y se aseguraba de que el Emperador Xiao las
tomara puntualmente y en la dosis correcta.
Ante ese hombre encumbrado, Han Youzhong
siempre había mostrado una lealtad y reverencia sin límites. Sin embargo, en lo
más profundo de su corazón, sentía por él una especie de afecto parecido al que
un anciano siente por un sobrino. Por supuesto, jamás se atrevía a decirlo:
sería una falta de respeto imperdonable.
Antes de ser castrado, Han Youzhong había
tenido un hijo. Si hubiera vivido, tendría la misma edad que el Emperador Xiao.
Tal vez por eso, cuando el emperador aún era príncipe heredero y estaba a punto
de ser depuesto, Han Youzhong le ofreció en secreto un pastel que él mismo
había guardado con recelo, incapaz de comérselo.
Jamás imaginó que aquel pequeño gesto,
aquella insignificante pieza de pastel, acabaría por cambiar su destino.
Gracias a ella, pasó de ser un sirviente anónimo para convertirse en jefe de
los eunucos con rango oficial de cuarto grado. Desde entonces, su ascenso fue
meteórico.
Su intención al entrar en el palacio era
simplemente sobrevivir. Pero aquella recompensa fue tan inesperada y
significativa que, al mismo tiempo que lo llenó de alegría, le dio la mayor
lección de su vida: una revelación como un jarro de agua fría.
Para alguien como él, sin linaje ni
talento, la mayor fortuna era elegir el bando correcto, seguir a la persona
adecuada.
Y estaba claro que, en esta vida, debía
seguir al Emperador Xiao Ding con absoluta fidelidad.
Pero… ¿y si el Emperador Xiao no
sobrevivía?
Han Youzhong nunca se había planteado esa
posibilidad.
Así, el Emperador siguió tomando la
medicina día tras día.
Pero su salud se deterioraba igualmente.
Pasado el Festival de los Faroles, no solo no mejoraba, sino que empeoraba. La
fiebre baja persistía, y acabó por provocarle mareos constantes. Ya no podía
levantarse.
Los médicos más veteranos del Departamento
Médico Imperial ya habían intervenido por turnos.
Lo extraño era que, aparte de un
diagnóstico de resfriado, fiebre y agotamiento, ninguno de esos funcionarios
pagados por la corte lograba identificar otro problema. Solo repetían las
mismas fórmulas de siempre, recetando tónicos para el cuerpo.
El Emperador Xiao, cada vez más débil, se
llenó de miedo y rabia. Su temperamento se volvió más volátil. Pero poco a
poco, incluso sus arrebatos de ira venían acompañados de jadeos y falta de
aliento.
Nadie decía nada. Nadie se atrevía. Pero
algunas ideas, como la maleza en el campo, una vez brotan… se extienden sin
control.
Un día, tras revisar el pulso del Emperador
sin encontrar el origen del mal, uno de los médicos, desesperado, vio la pila
de memoriales junto al lecho y tuvo una idea. Sugirió que Su Majestad debía
descansar en cuerpo y alma, que en ese estado, seguir gobernando solo
perjudicaba su salud.
Al oírlo, Han Youzhong supo de inmediato
que ese hombre se había condenado.
Tal como esperaba, el Emperador Xiao no
respondió. Solo lo miró con una expresión escrutadora. El médico, bajo esa
mirada, comenzó a temblar. No sabía dónde poner las manos ni los pies.
Han Youzhong, experto en leer rostros,
sabía perfectamente qué debía hacer en ese momento. Alzó la mano y dio la
orden.
Los guardias imperiales entraron y se
llevaron al médico. Este gritaba su inocencia sin cesar.
Han Youzhong pensaba que, tras tantos días
enfermo sin mejora, el Emperador Xiao ya comenzaba a sentirse inseguro.
«En este momento, si no se le tranquiliza
ni se le cuida bien, y en cambio se le insta a delegar el poder… ¿a quién más
iba a castigar sino a ti?»
«Delegar el poder no es incorrecto, pero
hay que dejar que Su Majestad lo piense por sí mismo.»
Hay palabras que, dichas en el momento
adecuado, son consejos sabios.
Pero si se dicen en el momento equivocado,
se vuelven sospechosas y desagradables.
El que habló se equivocó, sí, pero lo peor
fue que los demás médicos presentes también fueron arrastrados al castigo: cada
uno recibió diez azotes.
El cargo: ignorancia y diagnóstico erróneo.
Tras la ejecución del castigo, todos
quedaron incapacitados por más de un mes.
El Departamento Médico Imperial tuvo que
reemplazar a los médicos.
Aun así, la raíz de aquella extraña
enfermedad seguía sin encontrarse.
Pasaron unos días más. Los memoriales junto
al lecho del Emperador se acumulaban cada vez más.
El Emperador convocó a Du Jindan y a los
ministros del gabinete, y les indicó que podían discutir y resolver los asuntos
diarios.
Solo los más importantes debían ser
seleccionados para recibir su aprobación.
Cuando Du Jindan y los demás se retiraron,
el emperador se recostó en la cama. Su expresión parecía fatigada. Cerró los
ojos y guardó silencio durante largo rato.
Así transcurrió medio mes.
La administración no se descuidó, y
afortunadamente no ocurrió ningún incidente grave.
Al no recibir a los ministros y al
descansar con tranquilidad, aunque su salud no mejoraba, al menos no empeoraba.
Han Youzhong por fin pudo respirar con algo
de alivio.
Xiao Ding tenía treinta y cuatro años ese
año. Llevaba quince años gobernando.
Han Youzhong también lo había acompañado
durante quince años.
Con tantos días juntos, incluso un perro
desarrollaría afecto. Y él, desde el principio, había visto en el Emperador Xiao
la sombra de su hijo perdido.
Además, Han Youzhong comprendía bien una
verdad: cuanto más viva el Emperador Xiao, mejor será su propia vida.
Lo ideal sería que Su Majestad viviera cien
años, con salud eterna.
Aunque él envejeciera sin poder disfrutar
de esa gracia imperial, aún tenía sobrinos y parientes, ¿no?
Esa ambición pragmática podía mezclarse con
afecto.
Conmovido, Han Youzhong envió gente por
todo el país en busca de buenos médicos.
Aunque el esfuerzo no dio grandes
resultados, al menos Xiao Ding pudo ver su lealtad.
Un día, Du Jindan llegó con un memorial.
—El viceconsejero de seguridad, Chen
Zeming, ha liderado la campaña y exterminado a cien mil bandidos. Ha obtenido
una gran victoria y se encuentra de regreso a la capital.
Al oír la noticia, el Emperador se quedó en
silencio.
Tras un momento, sonrió levemente y dijo:
—Desde que mi querido funcionario Chen
volvió al servicio, no ha conocido la derrota… Esta vez ha vencido a enemigos
que lo superaban en número. Un buen general como él… es una fortuna para la
corte imperial…
Las últimas palabras fueron pronunciadas
con lentitud y un tono extraño, como si escondieran otro significado.
Han Youzhong sintió un escalofrío.
Pero al levantar la vista, el rostro del Emperador
Xiao no mostraba nada fuera de lo común.
Seis años atrás, Chen Zeming había sido
nombrado Gran Consejero de Seguridad por haber salvado al Emperador Xiao en el
monte Qilin.
Pero en esta dinastía, siempre se ha
favorecido a los eruditos sobre los militares.
Que un general ocupara un cargo tan alto
era algo sin precedentes.
Los ministros civiles presentaron
memoriales, alegando que tal decisión era inapropiada.
Xiao Ding, tras sopesar las opiniones,
modificó el título: de Gran Consejero a Viceconsejero de Seguridad.
Así calmó las críticas.
Aunque el señor Cheng Qiling ostentaba el
cargo de Gran Consejero de Seguridad, su edad ya era avanzada. El verdadero
comandante capaz de luchar y vencer seguía siendo Chen Zeming.
En la memoria de Han Youzhong, Chen Zeming
era aquel joven algo torpe y sincero, que en sus inicios también había sufrido
derrotas. Pero desde que salvó al Emperador Xiao en el monte Qilin, se había
convertido en otra persona.
Era callado, serio, como una pieza de
hierro sin pulir, de tono sombrío, que parecía mantener a todos a distancia. No
se relacionaba con otros funcionarios de la corte imperial y su carácter era
francamente solitario.
Pero en el campo de batalla, su luz
comenzaba a brillar. En cada campaña contra bandidos o rebeldes, si él era
quien lideraba, la victoria era segura.
Ataques sorpresa, victorias con fuerzas
inferiores: esas eran sus tácticas favoritas. Cuanto más peligroso, más las
usaba; cuanto más las usaba, más perfeccionadas se volvían.
Y cada vez que llegaban noticias de
victoria, la gente exclamaba que otro milagro había ocurrido.
Aquel título de “Dios de la Guerra” que una
vez se le dio como estrategia para atraer al enemigo, ahora casi podía
considerarse merecido.
Han Youzhong a veces pensaba que tal vez
Chen Zeming había volcado toda su inteligencia —la que otros usan para las
relaciones humanas— en el arte de la guerra.
En realidad, Han Youzhong comprendía bien
el cambio en Chen Zeming.
Seis años atrás, su acto de “regicidio”
—aunque luego el Emperador Xiao lo explicara como un accidente— había causado
gran conmoción.
Desde entonces, Chen Zeming se volvió más
prudente, más reservado. En el fondo, esa discreción era beneficiosa tanto para
él como para los demás.
Lo que Han Youzhong no lograba entender era
la actitud ambigua del Emperador Xiao hacia el general.
Los demás decían que Chen Zeming era el
favorito de Su Majestad, pero Han Youzhong percibía que el Emperador lo
vigilaba con cautela.
La Guardia del Palacio, que originalmente
dependía del Consejo de Seguridad, fue separada por Xiao Ding, y se nombró
comandante a Pu Han, quien tenía viejas rencillas con Chen Zeming.
¿Qué significaba eso, sino que el Emperador
quería que se vigilaran mutuamente?
¿Y por qué vigilarlo? Porque no confiaba
del todo en él.
Sin embargo, ante los ministros, el Emperador
Xiao le daba todos los honores: cada victoria era recompensada, incluso los
padres fallecidos de Chen Zeming habían recibido múltiples títulos póstumos.
La seda y el oro acumulados en la
residencia Chen ya debían contarse por miles.
Esta vez, seguramente habría otra
recompensa.
Han Youzhong observó el rostro del Emperador,
sin lograr ver en él la menor señal de alegría.
Los bandidos del suroeste habían sido
completamente eliminados, pero Su Majestad no estaba contento.
Du Jindan, junto al lecho, murmuró:
—Según los informes, el general Chen sigue
como siempre. No ha mostrado ninguna anomalía.
Xiao Ding asintió levemente.
Han Youzhong suspiró en silencio, sin saber
por quién.
Días después, Du Jindan volvió a informar:
—El general Chen ha acampado a treinta li
de la ciudad, y ha enviado un mensaje solicitando audiencia.
Al oír la noticia, el Emperador Xiao se
animó visiblemente. Apartó la mano de Han Youzhong, que intentaba ayudarlo, y
se incorporó.
—¿Su Majestad? —Han
Youzhong estaba emocionado.
Pero Xiao Ding no lo escuchó. Tras pensar
un momento, dijo:
—Ordenad que entre a la ciudad con
caballería ligera, y que se presente en palacio imperial.
Du Jindan respondió con respeto:
—Sí, Majestad.
Xiao Ding reflexionó un instante más, y
añadió:
—…Que no lo acompañen más de cincuenta
hombres.

