La Orden Del General 34

Capítulo 34

 

Chen Zeming retrocedió medio paso y miró a ambos lados. El erudito de negro leyó su pensamiento y dijo con voz suave y respetuosa:

—No obligaré al General. Esta es una decisión que debe tomar usted mismo.

 

Chen Zeming no respondió. Solo lo observaba en silencio.

 

Tras un momento de tensión entre ambos, el hombre de negro bajó la cabeza:

—Volveré en unos días

 

Dicho esto, volvió a inclinarse y salió de la celda.

 

Apenas había avanzado unos pasos cuando el carcelero de antes entró apresurado:

¿Cómo puede tardar tanto con un solo preso?

 

El erudito sonrió:

—Hace mucho que no veía al General Chen. No pude evitar hablar un poco más

 

El carcelero replicó:

—Aunque sea por consideración al señor Xu, la prisión imperial no es lugar para charlas familiares.

 

Había un tono de reproche en sus palabras.

 

El erudito respondió:

—Sí, sí. No volverá a ocurrir.

 

El carcelero lo miró con ojos abiertos:

¡Vaya! ¿Y todavía piensa volver?

 

Ese tal señor Xu no era más que un funcionario menor del Ministerio de Justicia. Se decía que el erudito era un viejo amigo de Chen Zeming, que había venido a visitarlo tras enterarse de su situación. El carcelero, por no buscarse problemas, le había hecho el favor. En realidad, la prisión imperial era un lugar de acceso restringido. Incluso los de la familia Chen habían venido varias veces, gastando mucho dinero, pero sin influencia en la corte, fueron rechazados. Que este hombre quisiera entrar una y otra vez… era no saber lo que hacía.

 

El erudito, al notar el mal humor del carcelero, se apresuró a decir:

—Esto es solo una muestra de respeto para el señor oficial. Por favor, acéptela.

 

Aunque el carcelero hablaba con dureza, al ver el brillo de la plata no pudo evitar sentirse tentado. Fingió rechazarla un par de veces, pero al final la aceptó.

 

Chen Zeming permanecía inmóvil, escuchando cómo se alejaban entre empujones y palabras. Pronto, ya no se oía nada.

 

Tras un rato, el carcelero volvió para cerrar la celda. Chen Zeming habló de pronto:

—Señor ¿cuántos días llevo aquí?

 

El carcelero se volvió, sorprendido.

 

Desde que Chen Zeming había sido encerrado, apenas hablaba. Pasaba los días como un alma en pena, golpeándose la cabeza contra la pared cuando le atacaban las jaquecas. Con el tiempo, todos decían que el General se había vuelto loco. Ver a quien había liderado decenas de miles de soldados contra los hunos reducido a ese estado… provocaba suspiros por doquier.

 

El carcelero también había oído esos rumores. Y ahora, al verlo hablar con lucidez, como una persona normal, se sorprendió mucho. Además, él mismo había recibido parte del dinero enviado por la familia Chen, así que respondió con especial cortesía:

—Su Excelencia, ya van ocho días.

 

Chen Zeming asintió. No dijo más.

 

Esa noche, no pudo dormir. Se revolvía sin cesar.

 

Las palabras del erudito de negro y las de Yang Ruqin resonaban en su mente una y otra vez. Se incorporó. La herida del hombro le dolía, pero soportó el dolor sin emitir sonido.

 

Lü Yan tenía razón. El Emperador no podría volver a usarlo. Aunque quisiera protegerlo, la corte no aceptaría a un funcionario que había intentado asesinar al soberano. Y ese hombre… nunca había sido un monarca misericordioso.

 

«¿Entonces… este es mi destino?»

 

«Tanto sufrimiento, tanta humillación, tanta paciencia… ¿todo para acabar así?»

 

Chen Zeming cerró los ojos. Su dolor no venía de las heridas, sino de esa profunda sensación de injusticia. Odiaba con todo su ser a ese hombre, pero no podía decirlo, no podía mostrarlo. Y el Emperador, desde lo alto del palacio, fingía magnanimidad, esperando su sumisión, su rendición.

 

¿Hasta qué punto podía ser pisoteado en el corazón de ese hombre?

 

No se atrevía a pensarlo. Pensarlo era como sumergirse en hielo.

 

Y Lü Yan… Lü Yan era demasiado astuto. Había visto con claridad que él no tenía salida, y entonces, sonriendo, se había acercado al borde del abismo, tendiéndole la mano. Sabía que él iba a caer. Y su mérito era incuestionable.

 

Pero… ¿podía traicionar a su país? ¿Podía traicionar a su familia? ¿Podía soportar las acusaciones, el desprecio? ¿Podía alzar la espada contra sus antiguos compañeros de armas? ¿Podía pisotear con cascos de guerra la tierra que lo vio nacer?

 

Uno era el Emperador. El otro, el enemigo. Lo empujaban desde lados opuestos, obligándolo a retroceder paso a paso, hasta dejarlo sin suelo, sin voz.

 

«¿Por qué? ¿Solo porque nacieron nobles?»

 

«Si no tuvieran poder, ¿seguirían siendo tan arrogantes?»

 

Chen Zeming agachó la cabeza. Nunca había reflexionado con tanta claridad sobre su propio sufrimiento. Cada escena, cada herida, la examinó sin piedad, como si las reabriera una por una.

 

Aunque doliera hasta el alma. Aunque fuera insoportable.

 

Quería entender. Quería saber por qué había llegado a ese punto.

 

Y así permaneció, sentado, hasta el amanecer.

 

Cuando el sonido de las cadenas al abrir la celda lo sacó de su trance, alzó la cabeza como si despertara de un sueño. Vio al carcelero colocar un cuenco frente a los barrotes.

 

Dentro había dos bollos que apenas conservaban el color blanco.

 

Chen Zeming se levantó, caminó lentamente hasta la puerta, se agachó y los tomó en silencio.

 

Eran duros como piedras, con un olor extraño, algo rancio. ¿Quién sabía cuándo habían sido hechos? Aun así, se los daban como alimento.

 

«Así es ser carne de cañón.»

 

«Sin elección.»

 

Chen Zeming se llevó el bollo a la boca y lo tragó bocado a bocado.

 

«Padre estabas equivocado.»

 

«La lealtad… esa palabra no es más que una burla.»

 

«He entregado media vida para probar su valor…»

 

«No volveré a tener esa clase de fidelidad.»

 

«Ese Chen Zeming… ya ha muerto.»

 

«Pero él…»

 

«Él quiere seguir con vida.»

 

Tres días después, recibió la visita del erudito de negro.