Capítulo
33
Yang Ruqin caminaba entre los muros de
piedra azul. Su figura delgada se proyectaba larga y espectral.
La prisión imperial siempre tenía ese aire
húmedo y helado que no se disipaba con los años. Las antorchas, en lugar de
aportar luz y calor, solo añadían un tinte más siniestro al lugar.
El carcelero que lo guiaba no dejaba de
mirar atrás con una sonrisa servil, temeroso de desatender a tan distinguido
visitante. Pero Yang Ruqin no le dirigía palabra. Siempre había sido un hombre
orgulloso de su talento, y cuanto más veía a otros arrastrarse en adulación,
más le disgustaba.
El carcelero, tras varios intentos fallidos
de conversación, empezó a mostrar una leve molestia en la mirada. Finalmente,
ambos se detuvieron. Frente a ellos, dentro de la celda, un prisionero se
hallaba sentado de espaldas, apoyado contra los barrotes, con el cabello
enmarañado y el cuerpo cubierto de suciedad.
Durante todo el trayecto, los demás
prisioneros se habían abalanzado al verlos pasar, clamando por justicia,
llenando el aire de gritos. Pero al llegar a esta celda, reinaba un silencio
absoluto. El hombre dentro no se movía, como si no hubiera notado su presencia.
Los gritos lejanos continuaban, haciendo
que este rincón pareciera aún más extrañamente callado.
—Es aquí —dijo el carcelero.
Mientras se agachaba para abrir la
cerradura, Yang Ruqin no pudo evitar mirar alrededor. El suelo estaba cubierto
de paja podrida, sin limpiar durante años, convertida ya en lodo. El hedor de
orina y excremento era insoportable. Antes, en el pasillo, apenas se percibía.
Pero ahora, frente a la celda, era tan intenso que resultaba difícil respirar.
Frunció el ceño y bajó la mirada. El
carcelero se apartó, dejando ver la puerta abierta. La luz de la antorcha
iluminaba sus dos grandes dientes frontales, dándole un aire grotesco.
—Adelante, Su Excelencia —dijo.
Yang Ruqin se agachó y entró. El prisionero
seguía sin moverse.
Se acercó y se agachó frente a él. Su
expresión era compleja: mezcla de compasión y duda. El carcelero estaba a punto
de retirarse, cuando Yang Ruqin preguntó de pronto:
—¿Qué le pasó en la cabeza? ¿Le
han torturado?
El carcelero respondió:
—Eso fue él mismo, Su Excelencia. En un ataque de delirio, se golpeó contra la pared. No tiene nada que ver con
nosotros. Por favor, fíjese
bien. Si ocurre algo, nosotros no podemos cargar con la culpa.
Sus palabras eran suaves, pero llevaban una
firme advertencia. Ya no mostraba deferencia alguna.
Yang Ruqin miró al hombre frente a él:
cabello revuelto, cuerpo cubierto de mugre. Apenas podía reconocer en él al
joven general de porte elegante, con túnica blanca y casco de plata. Extendió
la mano para tocar su frente, cubierta de costras de sangre. El hombre seguía
con los ojos cerrados, sin reaccionar. Parecía dormido… o inconsciente.
Yang Ruqin murmuró:
—¿Por
qué no han llamado a un médico?
El carcelero soltó una carcajada, sin
responder, con una clara intención de burla. Desde antes, por la frialdad con
que Yang Ruqin lo había tratado, llevaba tiempo acumulando resentimiento.
Ahora, por fin, podía desquitarse.
Tras un momento, como si perdiera la
paciencia, recogió las llaves y se marchó.
Yang Ruqin esperó a que se alejara, y
entonces murmuró en voz baja:
—… General
Chen.
Chen Zeming mantenía los ojos cerrados. No
dormía, y su mente estaba lúcida. Simplemente no quería abrir los ojos. No
tenía fuerzas para hacerlo.
Las jaquecas lo habían estado atormentando
con frecuencia en los últimos días, a veces cada dos horas. En la prisión
imperial no había médicos, y él tampoco los necesitaba. Cuando se golpeó la
cabeza contra la pared, sintió una rara sensación de alivio.
Nadie le informaba de lo que ocurría fuera.
No sabía nada de sus padres. En su interior, ardía día y noche, como si el
fuego lo consumiera por dentro, reduciendo su corazón, su hígado, su alma
entera a cenizas.
Ya no era más que un cascarón vacío,
esperando la llegada de su final.
Aquel golpe contra el muro no carecía del
todo de intención suicida. Pero su cuerpo estaba exhausto. La sangre que manaba
de sus heridas parecía llevarse consigo toda su energía.
La herida de flecha en el hombro había sido
vendada cuando lo arrojaron a la prisión. Incluso había un carcelero que venía
cada día a cambiarle el vendaje. Chen Zeming no se lo quitaba. No porque no
quisiera, sino porque ya no tenía fuerzas para hacerlo.
Permanecía con los ojos cerrados, sumido en
una niebla sin día ni noche.
A veces se preguntaba si todo era un sueño.
Que aún estaba en casa, sin cargos, y que Yinyin vendría al día siguiente con
su tía. Que discutirían, que se pelearían como siempre. Sus padres los mirarían
con indulgencia, sonriendo. Y él, como siempre, se quejaría de que eran
demasiado permisivos con Yinyin.
…Y pensar que esas eran sus mayores
preocupaciones. Qué dulces eran.
Pero al abrir los ojos, solo veía los muros
de piedra azul y la luz lúgubre de las antorchas.
Así que apretaba más los párpados, deseando
volver a ese sueño, regresar a un pasado donde aún no había conocido a ese
hombre.
Cuando Yang Ruqin lo llamó una y otra vez,
¡cuánta impaciencia sintió! Le había roto el sueño, lo había arrancado
cruelmente de su refugio. Quiso apartarlo, pero no lo hizo. Solo se quedó allí,
apoyado contra los barrotes, esperando que se marchara pronto.
Pero Yang Ruqin no se rendía. Lo llamó una
y otra vez, hasta que finalmente dijo:
—Su Majestad no ha tomado represalias
contra la familia Chen.
El cuerpo de Chen Zeming se estremeció.
Tras un momento, por fin abrió los ojos. Miró a su interlocutor con una mirada
vacía, agotada.
Yang Ruqin se sorprendió al ver aquella
oscuridad en sus ojos. Dudó de sus palabras, las repasó mentalmente, y al final
fue directo al grano:
—Ve a pedir perdón. Dale a Su Majestad una salida digna.
El rostro de Chen Zeming no mostró la menor
reacción, como si no hubiera escuchado.
Yang Ruqin no pudo evitar extender la mano,
pero al llegar frente a él, la retiró. Bajó la voz:
—Su Majestad no quiere matarte. Pero
necesita una excusa. Él
es… el Hijo del Cielo, después de todo…
Al decir esto, frunció el ceño. Aquellas
palabras, que tantas veces se repetían para justificar lo injustificable, le
supieron amargas. Ya no quería seguir pronunciando esas fórmulas vacías.
Pensó que aquel hombre frente a él, en
realidad, lo entendía todo. Muchas veces, uno debe sopesar pérdidas y
ganancias, incluso si eso significa tragarse el orgullo.
Chen Zeming seguía sin moverse, pero Yang
Ruqin sabía que había escuchado cada palabra. En sus ojos se reflejaba el
dolor. Era un cambio sutil, pero suficiente para que ya no pareciera un cadáver
viviente.
Yang Ruqin murmuró:
—Piénsalo.
Al levantarse, le dio una palmada en el
hombro. Esperaba que Chen Zeming percibiera en ello su buena voluntad.
Cuando sus pasos se alejaron, todo volvió
al silencio. Chen Zeming hundió la cabeza entre los brazos. La noticia de que
sus padres estaban a salvo debería haberle traído alivio, pero solo sentía
vacío. Su corazón estaba hueco, como si la alegría estuviera cubierta por una
membrana espesa: podía verla, pero no alcanzarla.
Las palabras de Yang Ruqin eran
bienintencionadas, pero algo en ellas le había vuelto a abrir una herida
sangrante. Lo que germinaba bajo esa sangre aún no lo comprendía, pero algún
día echaría raíces y cubriría todo su corazón.
Entonces oyó algo: el roce de una suela
sobre la piedra. Yang Ruqin seguía allí.
Cerró los ojos. No levantó la cabeza.
Hasta que una voz desconocida resonó detrás
de él:
—General Chen, alguien me ha enviado a
hacerle una pregunta.
El acento era extraño, como si estuviera
disfrazado. Agudo, casi punzante.
Chen Zeming parecía dormido, inmóvil.
El hombre se acercó unos pasos:
—General Chen, sé que no está dormido. Después
de lo que dijo ese hombre, nadie podría
dormir.
El rostro de Chen Zeming estaba oculto bajo
la sombra de sus brazos. No se percibía ningún cambio.
La voz se volvió seductora, como un susurro
que incita:
—Usted es un dragón entre los hombres, un talento sin igual,
nacido para dominar los campos de batalla. ¿De verdad está
dispuesto a dejarse aplastar por ese tirano?
El cuerpo de Chen Zeming tembló levemente.
Casi creyó que aquel hombre era una invención suya, una voz interior. ¿Por qué
cada palabra era algo que él mismo había pensado, pero nunca se atrevió a
admitir?
—Él
mató a la persona que más amaba… y lo hizo con su propia mano. ¿Qué clase de mente
puede concebir algo tan cruel? ¿Puede
ese hombre llamarse un monarca sabio? ¡Es
una burla!… Nunca volverá a confiar en usted. Usted intentó asesinarlo. Por lógica y por emoción, jamás
lo usará de nuevo… No volverá a cabalgar en el campo de batalla. Es una tragedia. Cuando a
un Fénix le cortan las alas, cuando a un tigre
le amputan las patas… es la tragedia de
todos los guerreros. No queremos ver morir a un héroe en la humillación…
La voz se fue apagando. Chen Zeming casi se
dormía. Estaba agotado. No había descansado en días. Sus padres estaban a
salvo, por ahora. Podía dormir un poco.
Entonces, el hombre dijo:
—Venga conmigo. Puedo llevarlo a cumplir
grandes hazañas. Venga… al norte, con los hunos.
Chen Zeming se levantó como si lo hubiera
alcanzado un rayo. Miró alrededor, desconcertado. Se giró. La sombra negra no
se desvaneció como él esperaba. El rostro desconocido le sonreía.
Era un joven erudito, de aspecto delicado.
Se inclinó ante él:
—El Príncipe
me ha enviado a buscar al General.

