Capítulo
32
El Emperador mostró una leve sorpresa, pero
lo que predominaba era la ira. Sin embargo, no dejó que esas emociones se
reflejaran en su rostro. Solo miró fríamente a Chen Zeming, y aquella rabia
pareció solidificarse entre ambos, sin disiparse.
Los guardias imperiales del exterior, al
oír el alboroto, irrumpieron en la sala. Al ver la escena, se quedaron
perplejos, intercambiando miradas sin comprender.
El Emperador Xiao, al notar sus ojos sobre
él, frunció aún más el ceño. Poco a poco, su presencia se volvió imponente:
—¿Sabes
lo que estás haciendo, Chen
Zeming?… ¡Arrodíllate!
Chen Zeming se estremeció de golpe. Abrió
los ojos de par en par, pero no se movió. Tras un momento, apretó los dientes y
escupió unas palabras:
—¡Respóndeme!
Bajo la mirada severa del Emperador, esta palabra
parecía haberle costado toda su fuerza.
El Emperador soltó una risa fría. Lo
observó con una expresión de juego cruel, y tras un instante, respondió:
—Sí.
El cuerpo de Chen Zeming tembló
violentamente. Su rostro palideció como papel. Miraba al hombre frente a él,
incapaz de creer que alguien pudiera ser tan cruel con tanta seguridad.
El Emperador Xiao alzó una ceja:
—¿Y
qué con eso?
No había terminado de hablar cuando la sala
se oscureció de pronto. Se alzaron gritos de alarma. El Emperador se levantó de
golpe, pero antes de poder retroceder, sintió una mano cerrarse sobre su
garganta.
El agresor lo empujó con fuerza hacia
adelante. El Emperador, presa del pánico, tropezó hacia atrás, hasta que ambos
se estrellaron contra la pared.
El peso combinado de más de doscientos jin,
sumado al impulso, cayó sobre el Emperador. El dolor lo dejó sin aliento, y
tardó un buen rato en recuperar el sentido.
Frente a él, Chen Zeming rugía con furia:
—¡MALDITO!
¡MALDITO!
La mesa imperial fue volcada. Los pinceles,
el papel, la tinta y el sello se dispersaron por el suelo. Los guardias imperiales
que rodeaban la escena pisaron todo sin cuidado. Incluso el texto de duelo
escrito por el Emperador quedó cubierto de huellas.
Los soldados alzaban sus armas y gritaban,
pero temían herir al Emperador, y no se atrevían a actuar. Solo podían mirar,
impotentes, cómo Su Majestad era sometido.
Chen Zeming lo observó largo rato. En sus
ojos, la rabia dio paso al dolor. Su voz se volvió tenue:
—¿Por
qué…? ¿Por
qué me haces esto? ¿Qué
hice… para que me odies así? ¡¿Por
qué?!
Al final, las lágrimas le corrían por el
rostro.
El Emperador, apenas capaz de respirar,
logró articular unas palabras entre jadeos:
—¿Te
atreves… a asesinar al
soberano…?
Al oír eso, Chen Zeming sintió como si lo
hubiera alcanzado un rayo. Estuvo a punto de caer. Su furia se disipó, y por
instinto quiso volverse, pero sabía que no debía. Si soltaba esa mano, no solo
él moriría sin sepultura, sino que arrastraría a su familia.
Lo miró fijamente, conteniendo sus
emociones, sin mostrar el menor signo de pánico.
Pero su mano comenzó a aflojarse.
El Emperador Xiao logró recuperar algo de
aliento. Enderezó la espalda y lo miró con frialdad.
Jamás habría imaginado que el siempre dócil
Chen Zeming llegaría a morder como un conejo acorralado. Estaba sorprendido, y
por un momento, dudó. Pero al sentir que Chen Zeming aún lo sujetaba por el
cuello, comprendió que realmente tenía intención de matarlo. La ira volvió a
encenderse.
Su mente era un torbellino. No sabía qué
pensar. Y así, quedó inmóvil, sin decir palabra durante largo rato.
Chen Zeming lo miraba, y al pensar que, si
se le juzgaba por ello, ya era un crimen que implicaba la ejecución de toda su
familia, sintió una mezcla de pánico y remordimiento, como si hubiera pisado en
falso al borde de un abismo. Cuanto más pensaba, más insoportable se volvía la
desesperación, y de pronto, apretó con más fuerza la mano que sujetaba al
Emperador.
Una parte de él sentía el impulso de acabar
con todo, de estrangular a ese hombre allí mismo.
El Emperador se quedó sin aliento. El
eunuco gritó con furia:
—¡CHEN
ZEMING! ¿ACASO QUIERES
CONDENAR A TODA TU CASA? ¡SUELTA
AHORA MISMO!
Chen Zeming escuchó, pero no aflojó. Solo
miraba fijamente al Emperador.
El Emperador, al ver su expresión,
comprendió que, si no cedía un poco, realmente lo empujaría a un punto sin
retorno.
Que él no tuviera salida no importaba, pero
temía que lo arrastrara consigo. Por más frío que fuera, aún valoraba su propia
vida. Así que forzó una sonrisa:
—Imagino que mi fiel Chen ha sido vencido
por la pena, por un momento de confusión… Es comprensible. No te lo reprocharé.
Mientras hablaba, el dolor en su espalda lo
hacía hervir de rabia.
Chen Zeming lo observó con atención, como
si intentara verificar si sus palabras eran sinceras. Tras un largo silencio,
dijo de pronto:
—Su Majestad también prometió una vez al General Yang perdonar la vida de aquella doncella.
El rostro del Emperador se tensó de
inmediato. La sonrisa forzada desapareció. Lo miró con fiereza durante un buen
rato, luego extendió la mano:
—¡Papel
y tinta!
El eunuco se apresuró a entregarle el
pincel y se inclinó para servirle de escritorio. El Emperador Xiao extendió el
papel sobre su espalda y escribió con rapidez, como un dragón que danza.
Chen Zeming tomó el edicto. Su mano, que
aún apretaba el cuello del Emperador, comenzó a aflojarse. Su rostro estaba
cubierto de una tristeza indescriptible.
Los guardias imperiales se abalanzaron
sobre él. Chen Zeming no se movió, permitiendo que las espadas se apoyaran
sobre su cuello.
El Emperador, lleno de ira, giró para
marcharse. Pero Chen Zeming exclamó:
—¡Majestad!
El Emperador se volvió. Lo vio arrodillarse
con un golpe seco. Tras la sorpresa, una maliciosa satisfacción asomó en su
rostro.
Chen Zeming alzó el edicto:
—Majestad, este servidor ha ofendido el
cuerpo del Dragón, ha osado amenazar… merezco mil muertes, el castigo más severo.
El Emperador, aún enfurecido, resopló con
frialdad. Pensó: «¿Crees que con ese edicto todo está resuelto?»
Pero en el instante siguiente, vio cómo
Chen Zeming rompía el edicto en pedazos. Se quedó atónito.
Chen Zeming se postró con fuerza:
—Este humilde funcionario sabe que su
crimen es imperdonable. Solo suplica una muerte rápida. Solo ruega que Su Majestad, con su corazón magnánimo,
perdone a mis ancianos padres…
Este edicto fue fruto de mi necedad, de juzgar con mezquindad el corazón de un sabio. Su Majestad es un monarca
esclarecido. Si desea perdonar, no necesita escribirlo. Con una palabra basta…
Se postró una y otra vez. Su frente se
abrió, la sangre comenzó a brotar. Pero no se detuvo. Sabía que la vida de sus
padres pendía de ese momento. Su desesperación crecía, y su cabeza golpeaba el
suelo con más fuerza, como si quisiera enterrarse en la tierra.
El Emperador se detuvo. En su interior, se
sorprendía: «Así que también tiene estas vueltas en el corazón… Y yo que
siempre lo creí un hombre simple y leal.» Al pensar en el edicto que se vio
obligado a escribir y que ahora yacía hecho trizas, su ira se disipó un poco.
Guardó silencio.
Chen Zeming se postró decenas de veces. La
sangre le corría por la frente. Al ver que el Emperador no respondía, cayó en
la desesperación. Pensó: «He sido un necio… y he condenado a toda mi
familia.» El dolor lo atravesó como una lanza. Se inclinó una última vez, y
quedó tendido en el suelo, sin volver a levantarse.
El Emperador Xiao, al ver su postura
humilde, se conmovió levemente. Se inclinó y lo ayudó a incorporarse. Pero al
mirar el rostro de Chen Zeming, cubierto de polvo y lágrimas, con manchas
negras y blancas que desfiguraban aquella cara antes tan agraciada, tomó su
propia manga y comenzó a limpiarlo.
Chen Zeming, al notar el gesto, alzó la
mirada con esperanza.
El Emperador limpió durante un rato, hasta
dejarle el rostro limpio. Lo observó unos instantes, luego sonrió con
satisfacción y se incorporó:
—Llévenlo
a la prisión imperial.
Chen Zeming quedó boquiabierto, como si
hubiera caído desde las nubes. El remordimiento y la tristeza lo invadieron.
Cuando los guardias imperiales se acercaron para sujetarlo, permaneció inmóvil
por un instante, luego giró de forma inesperada y lanzó al suelo al guardia que
intentaba apresarlo. Se irguió de golpe.
Los guardias exclamaron sorprendidos. Chen
Zeming, como perdido, permanecía de pie sin moverse.
Al ver que había una oportunidad, los guardias
se acercaron con cautela. Con un grito, las armas se alzaron y atacaron por
delante y por detrás. Chen Zeming, con un movimiento rápido, agarró una lanza,
tiró de un guardia que la empuñaba y lo sacó de la formación. El guardia gritó,
pero antes de soltar el arma, ya había sido lanzado por los aires. Los demás,
incapaces de reaccionar, cayeron como piezas de dominó.
La punta de la lanza brilló como plata. El
campo se convirtió en un caos.
El eunuco, al ver el nuevo estallido, se
apresuró a proteger al Emperador. Este, con el ceño fruncido, observaba a Chen
Zeming luchando entre los guardias. Chen Zeming lo miró de reojo, pero solo
alcanzó a ver sus pies. Desvió la mirada de inmediato, sin querer verlo más.
El Emperador lo notó, y una furia sin
nombre se encendió en su interior. Sin pensarlo, giró y tomó la ballesta de
hierro colgada en la pared. Cargó una flecha y la disparó.
Chen Zeming, rodeado por enemigos, no tenía
espacio para esquivar. Gruñó al recibir el impacto: una flecha se le clavó en
el hombro izquierdo. Alzó la mano y, con fuerza, arrancó el proyectil. El
anzuelo de la punta desgarró carne y piel. La sangre brotó como una fuente,
tiñendo su túnica en segundos.
El Emperador se quedó paralizado. Aquella
escena le pareció familiar, como si la hubiera visto siglos atrás. Algo se
agitó en su corazón, como si despertara de golpe.
Chen Zeming arrojó la flecha al suelo. La
punta estaba cubierta de carne y sangre, una imagen que helaba la sangre de los
presentes. Pero él parecía no sentir dolor, como una bestia acorralada que aún
lucha.
Cada estocada que recibía hacía que la
herida sangrara más. Poco a poco, su cuerpo se convirtió en un río de sangre.
Aun así, no se volvió a mirar atrás.

