Capítulo
30
La noticia del incendio en el palacio de la
Emperatriz Viuda ya se había propagado por toda la capital.
Cientos de personas excavaron durante toda
la mañana para despejar los escombros, y lograron sacar decenas de cadáveres.
Todos estaban calcinados, irreconocibles en rostro y figura. Los eunucos no
tuvieron más remedio que cubrirlos uno por uno con telas blancas y colocarlos
en un espacio abierto, a la espera de ser identificados. Pensar que entre los
fallecidos había quienes en vida fueron tan nobles, y otros tan humildes…
ahora, al fin, todos eran iguales.
Al terminar la última excavación, lo único
que pudo confirmarse fue que aquella noche, en el palacio de la Emperatriz
Viuda, no hubo ni un solo sobreviviente.
El Emperador Xiao, entre lágrimas, emitió
un decreto: la Emperatriz Viuda había fallecido en el incendio, y el reino
entero debía guardar luto por tres días. Durante cinco días no se permitiría
discutir asuntos de Estado, en honor al espíritu de la difunta. También ordenó
investigar con severidad a los funcionarios de servicio responsables esa noche.
Pobre de aquel eunuco, que en tiempos
normales era considerado diligente. Al ver el resplandor del fuego la noche
anterior, se aterrorizó al instante. Corrió a buscar ayuda, pero fue detenido
por la Guardia del Palacio. Al ver las llamas y la presencia de tropas,
comprendió que no tenía escapatoria. Permaneció toda la noche junto al
incendio, como un alma perdida. Cuando llegó el decreto imperial y los guardias
vinieron a llevárselo, el eunuco se dejó arrastrar sin resistencia, sin
siquiera clamar por justicia. Parecía haber quedado completamente aturdido.
Con la guerra concluida, Chen Zeming
organizó todos los asuntos relacionados con los prisioneros. Al entrar al
palacio para presentarse ante el Emperador, ya todo estaba cubierto de blanco.
Donde alcanzaba la vista, las banderas
ondeaban sin viento. Las sirvientas que pasaban lo hacían en silencio, sin
atreverse a levantar la voz, como si fueran espectros. Al recordar la tragedia
de la noche anterior, Chen Zeming sintió un escalofrío. El corazón se le agitó,
y tuvo la sensación de que una corriente helada le subía por la espalda. Al
volverse, no había nadie, pero el miedo lo invadió.
Dicen que quien no hace cosas malas no teme
al llamado de los fantasmas. Pero ahora, siendo él uno de los ejecutores,
aunque fuera por orden imperial, su conciencia no podía evitar sentirse
culpable.
Ya antes se sentía inquieto. Tras este
susto, el malestar se intensificó. De pronto, sintió que todo lo que había
buscado con tanto esfuerzo en su vida se había perdido en una sola noche. En
medio de la desolación, deseó poder abandonar ese lugar de inmediato, encontrar
un rincón tranquilo y vivir en paz, sin volver a ocuparse de los asuntos del
reino.
Al llegar a la sala imperial y ver al
Emperador, sus pensamientos se calmaron un poco.
El Emperador vestía de blanco, recostado en
el trono dragón, absorto. En ese momento, aunque no mostraba tristeza, tampoco
parecía satisfecho. Su mirada estaba vacía.
Chen Zeming habló brevemente sobre los
puntos clave de la batalla. El Emperador no respondió. Tras un momento, asintió
y lo despidió con un gesto. Chen Zeming sintió una punzada de pesar. Al final,
el Emperador también se arrepentía. Pero los muertos no pueden volver. ¿De qué
sirve arrepentirse ahora? Anoche, cuando él intentó disuadirlo, el Emperador no
lo escuchó. ¿Y ahora? ¿De qué sirve?
Aunque no era hábil en intrigas, sabía que
no era momento de pedir su retiro. Solo pudo inclinarse y retirarse.
Apenas salió de la sala, un joven eunuco
comenzó a seguirlo.
Al principio, Chen Zeming no lo notó.
Caminó un trecho, pero al darse cuenta de que el eunuco siempre estaba tras él,
empezó a prestar atención. Al llegar a una esquina, aceleró el paso de repente…
Al ver que Chen Zeming echaba a correr de
pronto, el joven eunuco también se alarmó y apresuró el paso tras él. Pero al
doblar la esquina, ya no había nadie. Se quedó atónito, y justo entonces
alguien le torció el brazo por detrás.
El eunuco soltó un grito de dolor, agudo y
penetrante. Era una voz femenina. Chen Zeming, sorprendido, fijó la mirada… y
vio que era Xiaohong. Soltó la mano de inmediato.
—¿Por
qué estás
vestida así?
Xiaohong lo miró con el rostro lleno de
pánico, queriendo hablar, pero sin atreverse.
Chen Zeming frunció el ceño:
—¿No
deberías estar sirviendo a tu señora en palacio? ¿Qué
haces disfrazada de eunuco corriendo por ahí?
Xiaohong cayó de rodillas con un golpe seco
y rompió a llorar:
—¡General,
general… esto es demasiado! ¡Yo…
yo no sé con quién hablar!
Chen Zeming, al ver su expresión como si el
cielo se le hubiera venido abajo, se alarmó:
—¿Qué ha pasado?
Xiaohong, entre sollozos, dijo:
—Anoche… anoche la señora
fue al palacio de la Emperatriz Viuda…
Chen Zeming sintió como si un rayo lo
partiera en dos. Las piernas le flaquearon y apenas logró mantenerse en pie. Se
agachó de golpe, le sujetó los hombros con fuerza y la sacudió:
—¡Mentira!
¡Anoche dijiste que ella te envió a ver qué ocurría!
¡Eso dijiste! ¿Qué estás diciendo ahora?
Xiaohong, atrapada por sus manos, casi
gritó de dolor. Al ver su rostro lleno de furia, como si se hubiera
transformado en otra persona, se asustó tanto que ni siquiera pudo quejarse.
Solo logró balbucear:
—Eso…
eso fue lo que la señora me ordenó decir. Dijo que, fuera quien fuera, nadie
debía saber que no estaba en el Palacio Zhaohua…
Chen Zeming la miró fijamente, atónito:
—¿Me
mentiste…? ¿Qué
fue a hacer Yinyin allí…?
Al decir esto, recordó de pronto aquella
expresión decidida con la que ella había dicho que odiaba al Emperador Xiao. En
un instante, todo se volvió claro.
Se quedó con la boca abierta, como si lo
hubiera alcanzado un trueno.
Xiaohong, al ver que por fin comprendía,
asintió con fuerza.
Pero Chen Zeming no podía aceptarlo. Sentía
que todo lo que pensaba debía estar equivocado, que no podía ser tan absurdo,
tan cruelmente casual. La sujetó con fuerza:
—¿Fue
Yinyin quien te envió? ¿Quería
que la viera? ¿Dónde está? ¡Iré ahora mismo! ¿Está
enojada? ¿Por eso ideó algo tan terrible?
Mientras hablaba, su mente se llenaba de
recuerdos de Yinyin, de su voz suave, de su sonrisa. Pero también sabía, en lo
más profundo, que Xiaohong no se atrevería a bromear con algo así. El corazón
se le desgarraba, y ya mostraba signos de locura.
Xiaohong, aterrada, intentó zafarse, pero
él la sujetaba con fuerza. Tras forcejear un momento, rompió a llorar de nuevo:
—¡General,
tenga piedad! ¡Tenga piedad! ¡La señora… no sé
dónde está! ¡Ella… ella estaba en el palacio de la Emperatriz
Viuda!
Chen Zeming quedó paralizado por sus
palabras y la soltó sin darse cuenta.
Xiaohong, al verlo tan perdido, intentó
escapar. Al amanecer, al enterarse de que el incendio había sido en el palacio
de la Emperatriz Viuda, supo que no tenía escapatoria. Pero era joven, y no
quería morir así. Se disfrazó de eunuco para intentar huir. Aun así, ni
siquiera los eunucos podían salir del palacio sin permiso. Al ver a Chen Zeming
en el camino, no pudo evitar seguirlo.
Apenas había dado dos pasos cuando alguien
la sujetó del cuello y la arrastró de nuevo.
Xiaohong gritó de miedo. Chen Zeming
murmuró:
—¡No
lo creo! ¡Vas a venir conmigo
a buscarla!
Al ver su locura, Xiaohong se asustó aún
más y suplicó sin cesar. Pero Chen Zeming, con los ojos desorbitados, solo
miraba al frente. Caminaba a grandes zancadas, como si no viera ni oyera nada.
En el trayecto, atrajeron la mirada de
muchos. Al ver que era Chen Zeming arrastrando a un joven eunuco a la fuerza,
algunos intentaron detenerlo. Pero él no distinguía a nadie: a todo el que se
interponía, lo derribaba y seguía adelante.
Xiaohong forcejeó durante un buen rato,
hasta que de pronto el brazo de Chen Zeming se aflojó. Su cuerpo tembló y ella
cayó al suelo.
Antes de abrir los ojos, ya percibía el
hedor de los cadáveres calcinados. Al mirar, vio los cuerpos esparcidos entre
los escombros y pegó un salto, soltando un grito desgarrador, el rostro
cubierto de lágrimas.
Era demasiado joven. Jamás había
presenciado un infierno semejante.
Chen Zeming la miraba, sin darse cuenta de
cuán cruel era su actitud. En su corazón solo quedaba una idea:
—Dices que ha muerto… Muéstrame
dónde está. Encuéntrala.
Eso decía su boca, pero su rostro estaba
lleno de confusión. En el fondo, solo deseaba que ella nunca pudiera encontrar
ese cadáver.
Xiaohong no se atrevía a mover un dedo.
Temblaba como una hoja, llorando sin cesar.
Al ver que no se movía, Chen Zeming se
agachó y comenzó a buscar por sí mismo. Tras un rato, señaló con severidad a
los soldados que lo observaban con desconcierto:
—¡¿Qué miran?! ¡Vengan a buscar conmigo!
Los guardias, intimidados por su expresión,
no se atrevieron a preguntar. Se apresuraron a ayudar, aunque no sabían qué
estaban buscando.
Tras un momento, Chen Zeming se detuvo.
Permaneció inmóvil, luego, con los dedos, limpió cuidadosamente un objeto que
sostenía. Bajo la ceniza, brillaba el dorado: un colgante en forma de pequeño
mono, vívido y animado.
En palacio, muchas mujeres llevaban oro y
plata, pero ese diseño era poco común.
Xiaohong, al ver que no se movía, se acercó
con cautela. Al ver el colgante, aspiró bruscamente:
—Eso…
eso es de la señora… General…
Quiso decir que ese cadáver era el de la
señora, pero al ver el rostro de Chen Zeming, se quedó muda.
Chen Zeming bajó la mirada hacia el cuerpo
carbonizado. Recordó aquella noche de luces brillantes, cuando le compró ese
mono de madera para regalárselo.
«Mira, ¡se parece a ti!»
Ella le lanzó un puñetazo, entre sonrisa y
reproche.
«¡Cúbrete! ¡Mono mojado!»
«Gira la cabeza, no mires.»
Ella se envolvió en su abrigo. Detrás de la
oreja, apenas se notaba el rubor. Pero no quiso mostrarse débil, no quería que
él lo notara. Chen Zeming la miraba con ternura y diversión, y decidió
perdonarla esa vez.
Las linternas se mecían al viento. Era
verano. Eran jóvenes e inocentes.
De pronto, un dolor agudo le atravesó la
cabeza. Chen Zeming cayó de golpe, pero antes de tocar el suelo, alguien lo
sostuvo:
—¡General,
general!
En medio del vértigo, Chen Zeming contempló
el mundo. Todo era gris, distorsionado, pesado… sin un solo color.
De pronto, alguien le preguntó:
—¿Eras
tú el encargado esta noche?
Chen Zeming, confundido, no entendía. «Aquella
persona dudaba.»
Luego se tocó el rostro, y dijo con
seriedad:
—Desde el principio… no pensaba dejar escapar a nadie.
«Esos ojos fríos…»
Chen Zeming se quedó sin aliento. Fue
sacudido desde el vacío y regresó al mundo. Abrió los ojos, incrédulo, mirando
al cielo. Estaba cubierto de nubes densas, grisáceas, sin un solo rayo de sol.

