•※ Capítulo 104: La Gran Victoria.
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El cielo sobre el campo de batalla estaba cubierto por densas nubes oscuras. Yun Yifeng, montado en su corcel, observaba desde la distancia la matanza interminable que se extendía ante sus ojos.
La
hierba seca, calcinada por las llamas, se había vuelto negra como el carbón. Al
paso de los cascos, saltaban chispas como luciérnagas encendidas. Y fue en
medio de ese torbellino de fuego y ceniza que el Dragón de Hielo Volador se
alzó en el aire, lanzándose directo hacia el corazón del combate.
Aunque
atrapado por la emboscada y consciente de su derrota, Ye’er Teng no se rendía.
La tribu Geteng, que una vez dominó vastas tierras, estaba a punto de ser
barrida por el viento como polvo en el desierto. Pero él, como un lobo negro
acorralado, se aferraba a la lucha. El dolor y el odio le encendían la sangre
con una furia aún más salvaje. Los soldados del Gran Liang eran forzados a
retroceder ante su embestida; incluso los caballos, en su desesperación,
tropezaban con las enredaderas del terreno y caían pesadamente sobre las dunas.
Una
hoja brillante descendía veloz. Un soldado, al verla, se cubrió la cabeza por
instinto. Pero en lugar del golpe final, escuchó un estruendo metálico:
“¡Clang!”. Al abrir los ojos, solo alcanzó a ver una capa carmesí ondeando
frente a él.
Ye’er
Teng, cubierto de sangre, deshecho y exhausto, aún apretaba el mango de su
espada. Miró con rabia al hombre frente a él:
—¿Crees
que has ganado?
Demasiadas
cosas le pesaban en el alma. Esa ambición que había germinado en su pecho
durante años apenas comenzaba a brotar, y ya había sido arrancada de raíz. De
haber sido más precavido… solo un poco más… tal vez todo esto no habría
sucedido. Aquel Ganoderma Lucidum de Sangre, que creyó ser la debilidad de Ji
Yanran, resultó ser el veneno que lo adormeció.
—Así
que de verdad no tienes corazón —Ye’er Teng escupió sangre con furia—. Eso de
que cambiarías tu vida por el Ganoderma… no fue más que una mentira.
Ji
Yanran lo apuntó con la espada, su voz helada:
—Ya
haré que hables.
Al
oírlo, Ye’er Teng esbozó una sonrisa extraña.
—Entonces
inténtalo.
Y
al terminar de hablar, alzó su hoja una vez más y se lanzó al ataque.
Desde
lo alto, Yun Yifeng contemplaba el campo de batalla con claridad. Aunque Ye’er
Teng era un guerrero formidable, no podía resistir el embate de las tropas del
Gran Liang. Tras decenas de asaltos, cubierto de heridas, ya no era rival para
Ji Yanran. Pronto fue derribado, encadenado y reducido con grilletes.
Con
su líder capturado, el ejército de la tribu Geteng se desmoronó como arena
entre los dedos. Algunos comenzaron a soltar sus armas, otros alzaron las manos
en señal de rendición. La batalla parecía llegar a su fin…
Pero
justo entonces, desde el otro extremo del campo, se alzó un nuevo clamor de
asombro.
Era
aquella mujer de blanco, mejor dicho, la impostora que se hacía llamar “Santa
Dama de las Nieves”. Montaba un caballo marrón de aspecto extraño y
temperamento violento, que galopaba como trueno desbocado. Nadie sabía qué
clase de armas ocultas llevaba consigo, pero allí por donde pasaba, solo
quedaban gritos de dolor.
Ji
Yanran tensó el arco como luna llena. Tres flechas de acero con plumas blancas
cortaron el viento como meteoros, atravesando los huecos entre los soldados y
clavándose de lleno en la grupa del caballo.
El
animal, herido de repente, relinchó con furia, alzó las patas delanteras y
arrojó a su jinete al suelo. Los soldados se abalanzaron con sogas para atarla,
pero ella se deslizó entre ellos como pez en el agua. Su cuerpo estaba envuelto
en un tejido escamoso, y al levantar la mano, lanzó una nube de humo cegador.
Los soldados retrocedieron cubriéndose nariz y boca. Se oyó un estruendo:
“¡Boom!”. Al abrir los ojos, la mujer había desaparecido sin dejar rastro.
Todos
se miraron, perplejos. A plena luz del día… ¿acaso habían visto un fantasma?
Ji
Yanran llegó a caballo, observando la arena húmeda y recién removida. Yun
Yifeng, aunque estaba en lo alto, tampoco había logrado ver con claridad a
través del humo espeso qué clase de truco había usado aquella bruja. En cambio,
Ye’er Teng, que estaba prisionero a un lado, soltó una carcajada estridente,
como cuervo negro, que hacía doler la cabeza. Nadie sabía qué le pasaba ahora.
Cuihua
trotó con ligereza entre los restos del campo de batalla y se detuvo junto al
Dragón de Hielo Volador.
—Esa
habilidad para excavar —dijo Yun Yifeng—, me recuerda a alguien.
Aquel
ladrón del Pico Piao Miao, el llamado Wugong, decía poder volar y desaparecer
bajo tierra. Pero siempre fue esquivo como un dragón entre las nubes. ¿Dónde
buscarlo ahora?
—Esto
aún tomará tiempo —dijo Ji Yanran—. Enviaré un escolta para que regreses
primero.
Yun
Yifeng asintió.
—Está
bien.
La
batalla estaba decidida. El Gran Liang y sus aliados habían obtenido una
victoria rotunda. Yun Yifeng, por fin, pudo relajarse. Montó a Cuihua y regresó
sin prisa a la residencia del general en Yancheng.
***
Mientras
tanto, Li Jun ya estaba con el rostro lívido, llorando con desconsuelo, hundido
en la desesperación. Se había imaginado toda una tragedia: su Séptimo Hermano,
por salvar a la belleza, no solo había entregado diez ciudades, sino que además
pensaba usarlo como chivo expiatorio. ¿De qué otra forma se explicaba que lo
hubieran nombrado jefe de vanguardia? ¡Seguro que era para que, al regresar a Wang
Cheng, le colgaran el fracaso como una losa!
«¡Seguro
que esta vez sí muero!»
—pensaba, entre sollozos.
A
su alrededor, todo era ruido. Una sombra blanca pasó a su lado, con un aroma
frío y floral, familiar.
«¿Qué
era? Es bastante agradable… como jazmín.»
«¡Bah!
Un hombre condenado no tiene derecho a oler flores.»
«Es
mejor llorar otro rato.»
Yun
Yifeng estaba sentado en su silla mientras bebía té.
—Vayan
a levantar al Rey Pingle.
—Lo
hemos intentado tres o cuatro veces. Sigue tirado como si se hubiera quedado
tonto del susto —respondió Ling Xing’er—. Entonces… ¿ganamos?
—Por
supuesto —Yun Yifeng alzó una ceja—. La tribu Geteng ha sido completamente
derrotada, Ye’er Teng fue capturado. Para el Gran Liang, es como arrancar una
espina clavada en carne viva. El Noroeste, por fin, podrá estar en paz.
La
paz en el Noroeste era sin duda una buena noticia.
«Pero…
¿y el Ganoderma Lucidum?»
Ling Xing’er dudó, pero no se atrevió a preguntar. Solo deseó en silencio que,
ya que Ye’er Teng había sido capturado, quizás aún se pudiera obtener algo.
Yun
Yifeng bebió tres o cuatro tazas de té caliente seguidas, hasta sentirse algo
mejor. Después de tanto cabalgar sin motivo, tenía la cabeza hecha un
torbellino. Apoyó el brazo sobre la mesa y se quedó dormido. Al final, fue Ling
Xing’er quien, medio cargándolo, medio arrastrándolo, logró llevarlo hasta la
cama.
No
había remedio. Con un Maestro de Secta tan poco juicioso, hasta la doncella más
delicada acababa convertida en una tía robusta y diligente.
Yun
Yifeng dormía profundamente. O más bien, estaba desmayado con tranquilidad.
Todo su cuerpo flotaba, primero entre blanco, luego entre rojo, y al final bajo
un cielo nocturno tachonado de estrellas. No sabía cuánto tiempo había pasado.
Sentía que apenas acababa de acostarse, que ni siquiera había calentado el
edredón, cuando alguien lo sacudió para despertarlo.
Frunció
el ceño, molesto:
—¿Qué
hora es?
—Hora
de que el sol te dé en el trasero —respondió Ling Xing’er, ayudándolo a
incorporarse—. Has estado inconsciente un día y una noche. Si sigues durmiendo,
te vas a… poner muy mal.
Cambió
“morir de hambre” por una expresión más auspiciosa.
Yun
Yifeng entrecerró los ojos, mirando con desgana el sol tras la ventana.
«¿Un
día y una noche, ya?»
Pasado
un rato, el Maestro Yun preguntó:
—¿Y
el Príncipe Xiao?
—Ya
ha regresado —Ling Xing’er le ofreció una toalla tibia para que se lavara el
rostro—. Dicen que, durante la batalla, el general Lin dirigió una ofensiva
contra el bastión de la tribu Geteng y logró recapturar a Yang Boqing y Zhou
Jiuxiao. En cuanto a Ye’er Teng, está siendo interrogado en el patio trasero.
Llevan varias horas, pero parece que aún no ha soltado nada.
Así
que, salvo la falsa “Santa Dama”, nadie más logró escapar. Eso sí que era buena
noticia. Yun Yifeng se sintió despejado, y de inmediato apartó el pesado
edredón para levantarse:
—Voy
a ver al Príncipe Xiao.
Ling
Xing’er lo detuvo, con tono caprichoso:
—¡No!
¡Primero comes!
Yun
Yifeng se sentía profundamente afligido. ¿Cómo había sido criada esta niña?
Cada vez se parecía más a su hermano mayor: regañona, meticulosa, habladora… ¡y
hasta le gritaba!
Ling
Xing’er, terca como siempre, no lo acompañó al patio trasero hasta que lo vio
terminarse dos bollos al vapor y un cuenco de gachas.
Lin
Ying estaba de guardia en el patio. Al verlos llegar, se apresuró a saludar:
—Maestro
Yun.
—No
tenía nada que hacer, así que vine a echar un vistazo —respondió Yun Yifeng—.
¿Cómo va todo?
Antes
de que Lin Ying pudiera contestar, se oyó la voz de Ye’er Teng desde el
interior de la habitación:
—No
sé dónde está el Ganoderma Lucidum de Sangre. Nunca lo he visto.
—Pero
no te he mentido. Si Su Alteza coopera, es posible obtenerlo y curar al Maestro
Yun.
—¿Recuerdan
a la mujer de blanco en el campo de batalla? Ella conoce el paradero del
Ganoderma. Es la única que lo sabe. Pero ya ha escapado, desapareció justo bajo
sus narices.
—Príncipe
Xiao, has perdido dos oportunidades de conseguir el Ganoderma Lucidum de Sangre.
—Al
elegir las diez ciudades del Noroeste, has sacrificado la vida de quien amas.
—Morirá
pronto.
—Tú
lo has matado con tus propias manos.
Desde
el interior se oyó un golpe sordo.
Yun
Yifeng empujó la puerta con rapidez. Ye’er Teng estaba acurrucado en una
esquina, con la cabeza ensangrentada. A su lado, una silla rota. Ji Yanran
permanecía junto a la mesa. Al verlo entrar, la sombra en sus ojos se disipó en
parte:
—¿Qué
haces aquí?
—Vine
a verte —Yun Yifeng le tomó la mano—. Este cuarto está demasiado cargado. Vamos
afuera.
Ye’er
Teng intentó incorporarse, quiso hablar de nuevo, pero Ling Xing’er le metió en
la boca un trapo maloliente.
Yun
Yifeng llevó a Ji Yanran de regreso a su residencia. Preparó una infusión de
crisantemo con miel, para calmar el calor y aquietar el corazón.
—No
le hagas caso a las tonterías de Ye’er Teng —dijo Yun Yifeng, sentándolo en la
silla y masajeándole los hombros con cuidado—. Antes solo trajo un pedazo de
materia podrida, que parecía Ganoderma. Luego no dijo ni una verdad: primero
que él sabía, luego que la falsa “Santa Dama” lo sabe. Si Yang Boqing y Zhou
Jiuxiao hubieran escapado, seguro diría que ellos lo sabían. Todo es para
provocarte, para desahogar su rabia de derrotado. ¿Para qué darle importancia?
Ji
Yanran suspiró, apretando su mano sin decir palabra.
—Además
—continuó Yun Yifeng—, esta campaña al oeste no nos ha dejado ninguna pérdida.
Mejor
dicho, no solo no hubo pérdidas: podría decirse que fue una ganancia colosal.
La tribu Bruja del Lobo Nocturno, la secta del Cuervo Rojo, la tribu Geteng…
todas las amenazas latentes del Gran Liang habían sido erradicadas. Además, se
había firmado un pacto de paz con los jefes de las otras doce tribus, con
vistas a desarrollar rutas comerciales conjuntas y combatir la desertificación.
Esta
tierra avanzaba hacia un futuro próspero. La noticia se esparcía con la brisa,
y tanto los habitantes de Yancheng como los pastores dispersos como perlas en
el desierto, la estepa y la pradera, ya no podían esperar más: cantaban y
danzaban para celebrar.
Todo
había salido bien.
Excepto…
Ji
Yanran frunció ligeramente el ceño, pero una mano suave y fresca le cubrió los
ojos.
—Ahora
que el Noroeste está asegurado… —susurró Yun Yifeng—. Acompáñame al sur,
Alteza. Vamos a Jiangnan.

