•※ Capítulo 103: La batalla para quebrar al
Ejército.
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La segunda reunión entre ambas partes se celebró nuevamente en aquel mercado fronterizo en ruinas. Ye’er Teng sonrió:
—Sabía
que Su Alteza vendría como lo prometió. No me ha decepcionado.
—Dime
primero —respondió Ji Yanran, sentado frente a él—, ¿cómo planeas apoderarte de
las diez ciudades del Noroeste? Si esperas que mi Hermano Imperial o yo mismo
las entreguemos de buen grado, me temo que tendrás que esperar a tu próxima
vida, Gran Jefe.
Ye’er
Teng asintió:
—Eso
lo comprendo bien. Por eso quiero discutirlo con Su Alteza, para que todo
parezca más razonable y natural.
Sobre
la mesa de piedra se extendía un pergamino de piel de oveja: un mapa detallado
de la frontera noroeste. Estaba marcado con distintos colores y símbolos, lo
que demostraba que Ye’er Teng había preparado esta negociación con meticulosa
precisión, casi como si ya considerara la victoria asegurada. El Noroeste es
vasto y desolado, muy distinto a la delicadeza de Jiangnan. Entre una ciudad y
otra suelen interponerse extensas regiones de desierto y estepa. Las diez
ciudades que pedía, unidas, equivalían a cercenar la mitad de la frontera del
Gran Liang. Una exigencia digna de un sueño diurno. En otras circunstancias,
Lin Ying habría pensado que Ye’er Teng había perdido el juicio. Pero esta vez…
al recordar el estado de salud de Yun Yifeng, miró de reojo a Ji Yanran, y no
pudo evitar que su corazón se encogiera un poco.
***
En
la residencia del general, Yun Yifeng enseñaba caligrafía a los niños. Trazo a
trazo, horizontal y vertical, con paciencia y precisión. Curioso fenómeno: esos
pequeños traviesos que cada día hacían rabiar al maestro de la escuela, junto a
él se volvían dóciles, escribiendo obedientes los caracteres de “cielo”,
“tierra”, “dirección”, “forma”, con las manos y mejillas manchadas de tinta
negra.
Ling
Xing’er entró con una bandeja de té y pastelillos, sonriendo:
—Míralos,
tan coloridos y alborotados. Quien no sepa, pensaría que el Maestro Yun está
enseñándoles ópera. Vamos, lávense las manos y vengan a comer algo.
—¿Pastelillos
de jade verde? —Yun Yifeng se sorprendió—. ¿En esta estación? ¿Cómo han llegado
a Yancheng estos manjares tan raros?
Ling
Xing’er le ofreció una toalla caliente:
—El
Príncipe Xiao sabe que al Maestro Yun le gustan. Ordenó un envío urgente desde
Bichang, a ochocientos li de distancia. Usaron hielo para conservar los brotes
frescos de jade condensado, extrajeron el jugo verde y cocieron estos
pastelillos al vapor. Ah, y como temía que la tía Wang no supiera prepararlos,
también mandó traer al cocinero.
Yun
Yifeng guardó silencio.
—La
verdad —susurró Ling Xing’er—, yo también creo que es un poco exagerado. Pero
el Rey Pingle dijo que, desde tiempos antiguos, ¿qué príncipe o general no ha
hecho alguna tontería? Incluso me contó historias de monarcas que encendían
fuegos de señal por capricho, o rasgaban seda para llamar la atención.
Comparado con eso, esta cesta de bocadillos de jade no parece tan grave.
—Este
ejemplo… —Yun Yifeng sintió dolo de cabeza al escuchar esto—. ¿El Príncipe Xiao
aún no ha regresado?
—No
—respondió Ling Xing’er con cautela—. Parece que en el campamento están muy
ocupados últimamente. Yo quería preguntarle al Maestro Yun… ¿qué piensa hacer
Ye’er Teng, al final?
Yun
Yifeng tomó un pastelillo entre los dedos:
—Seguramente
habrá guerra. Con el Ganoderma Lucidum de Sangre como señuelo, es una
oportunidad perfecta para que Ye’er Teng baje la guardia. Es una ocasión rara.
Ling
Xing’er abrió los ojos de par en par, esperando que continuara. «¿Y luego?
¿Eso es todo?»
—Cuando
tengas tiempo, pídele al Rey Pingle que te cuente historias de los grandes
generales de antaño —dijo Yun Yifeng, empujando el plato hacia ella—. No
escuches siempre relatos de concubinas fatales que arruinan reinos. Toma dos
piezas para llevar. Si no te parecen dulces, échales un poco de miel. La de
acacia es la mejor, la de osmanthus, aceptable.
Ling
Xing’er se sintió frustrada. ¿Cómo podía el Maestro Yun actuar así? ¡El
Ganoderma Lucidum de Sangre estaba a punto de perderse, y él no parecía
preocuparse en absoluto! Pero al verlo allí, sentado con serenidad, comiendo
con alegría, como si el mundo no le incumbiera, no tuvo corazón para insistir.
Al final, se sentó sola en los escalones, enfurruñada, pensando que cuando los
asuntos se mezclaban con el Estado y el ejército, todo se volvía complicado.
¡Si al menos esto ocurriera en el Jianghu! Allí no había tantas reglas ni
restricciones. ¿Por qué el Príncipe Xiao no podía ser simplemente el líder de
la Alianza de artes marciales? Si así fuera, nadie se atrevería a amenazar con
diez ciudades del Noroeste.
Justo
entonces, Li Jun pasó por allí.
—¿Eh?
¿Con este frío, por qué estás sentada aquí?
—El
Maestro Yun parece haber renunciado por completo al Ganoderma Lucidum de Sangre
—respondió Ling Xing’er, desanimada—. ¿Y tú? ¿Has oído algo? ¿Qué piensa hacer
el Príncipe Xiao?
Li
Jun se sentó a su lado:
—¿Dónde
voy a enterarme de los asuntos militares? Solo escuché al General Lin charlar
con alguien. Dijo que últimamente hay muchos temas pendientes, y que no pueden
permitirse bajar la guardia. Supongo que es por Ye’er Teng.
Dos
personas ajenas a los asuntos del ejército discutieron largo rato, sin llegar a
ninguna conclusión. Al final, solo pudieron suspirar al unísono y quedarse
mirando las nubes blancas en el cielo.
Esa
noche, la luz de la luna era clara y fría, como si una capa de gasa luminosa se
hubiera posado sobre el patio. Cada brizna de hierba brillaba con reflejos
plateados.
Yun
Yifeng se apoyaba en la ventana, calculando que Ji Yanran debía estar por
regresar. Pensó en prepararle una jarra de leche dulce tibia, para ayudarle a
dormir. Se incorporó para ir hacia la mesa, pero de pronto sintió una punzada
aguda en el pecho. Todo se oscureció ante sus ojos, y casi cayó al suelo.
Justo
en ese momento, se oyeron pasos urgentes fuera.
Aturdido
por el dolor, Yun Yifeng no logró distinguir quién era. Sin pensarlo, cerró la
puerta de golpe.
El
estruendo hizo que el sirviente se sobresaltara. Se acercó rápidamente y
preguntó con preocupación:
—Maestro
Yun ¿Está bien?
Yun
Yifeng se sostuvo con una mano en la mesa. Al reconocer la voz, se tranquilizó
un poco. Apretó los dientes para contener el dolor y respondió:
—Estoy
bien. Me golpeé sin querer. ¿Dónde está el Príncipe Xiao?
El
sirviente respondió que Su Alteza seguía en el estudio con el jefe Duoji, y
también estaba el anciano Mei. Probablemente hablarían hasta el amanecer. Rogó
al Maestro Yun que descansara primero.
Yun
Yifeng frunció el ceño:
—¿Tan
tarde? ¿Ha ocurrido algo con la señorita Yueya?
—No,
no —se apresuró a explicar el sirviente—. La señorita Yueya está bien. Esta
tarde incluso salió a pasear por la calle. Se la veía animada.
Yun
Yifeng pensó: «si no se trata de Yueya, y están los tres reunidos… ¿será por
la guerra? ¿O acaso… por mí?»
El
sirviente permaneció un rato más fuera de la puerta. Al notar que el Maestro Yun
parecía haberse acostado, se retiró con respeto.
Cuando
el patio volvió a quedar en calma, Yun Yifeng se esforzó por llegar hasta el
borde de la cama, con el cuerpo empapado en sudor frío y una debilidad que lo
dejaba sin aliento. Llegados a este punto, casi deseaba que Ji Yanran iniciara
la guerra cuanto antes, que hiciera retroceder a Ye’er Teng sin demora,
devolviera la paz y la armonía a la frontera, y que ambos pudieran abandonar
Yancheng sin más ataduras, emprender el camino hacia el sur, ver las ciudades
cubiertas de flores de hibisco, las verdes colinas de té, las aguas ondulantes
del lago Dongting, y aquel pequeño pueblo de Jiangnan que solo aparecía en
sueños, envuelto en lluvia y niebla.
De
Yancheng a Cangcui, si se viajaba sin prisa, deteniéndose en los lugares que
agradaran, quedándose un mes aquí y otro allá, todo el trayecto podría tomar
uno o dos años.
«Dos
años. Más de setecientas noches y días.»
Yun
Yifeng suspiró profundamente. Nunca había sido una persona pesimista, pero en
ese momento no pudo evitar pensar que quizás no le quedaban ni setenta días.
«En
fin… paso a paso, lo que se pueda.»
Cuando
Ji Yanran regresó a la habitación, el oriente ya mostraba un tenue resplandor
blanco.
Yun
Yifeng dormía de espaldas a la puerta. Su figura delgada estaba envuelta en un
grueso edredón, casi desaparecido entre los pliegues. Al sentir que alguien se
acostaba a su lado, no abrió los ojos, solo murmuró entre sueños:
—¿Por
qué no te has quitado la ropa?
—Tengo
que salir de nuevo en un rato —Ji Yanran acarició su largo cabello—. Sé bueno,
sigue durmiendo. Solo he venido a acompañarte un momento.
Yun
Yifeng volvió a dormir tranquilo. Le gustaba el aroma de Ji Yanran, que siempre
le recordaba al sándalo y a la hierba bajo el sol.
Ji
Yanran lo abrazó, apoyando la frente contra ese cabello oscuro y ligeramente
frío.
Su
cuerpo, dolorido y agotado, su mente, revuelta y punzante, solo en ese instante
encontraba un respiro.
En
realidad, estaba profundamente cansado.
El
sol del amanecer aún no había asomado; todo seguía envuelto en penumbra.
Los
campos estaban silenciosos. Unos cuantos gatitos salvajes brincaban alegres por
la ventana, pisando los charcos húmedos y dejando sobre la piedra una hilera de
huellas redondas.
******
Desde
entonces, Ji Yanran salía temprano y regresaba tarde, y a veces, por estar
demasiado ocupado, simplemente se quedaba a dormir en el campamento. Yun Yifeng
no volvió a preguntarle nada. Permanecía tranquilo en el patio trasero, mirando
las flores, enseñando caligrafía a los niños, alimentando a los gatos. Y si no,
sacaba su imponente guqin “Trueno Rompedor de Formaciones”, la colocaba bajo un
árbol seco y robusto, encendía incienso, preparaba té, vestido de blanco y
mangas amplias, y se complacía en tocar una melodía.
—¡Qué
feo suena! —exclamaban los niños, tapándose los oídos sin piedad.
Li
Jun salió apresurado a mediar:
—¡Son
cosas de niños, cosas de niños! Hablan sin pensar. A mí me suena muy agradable,
de verdad.
Yun
Yifeng agitó la mano:
—Sé
que no toco bien.
Li
Jun se sorprendió. «¿Así que lo sabes?»
Pero
entonces Yun Yifeng añadió con enfado:
—¡Pero
tampoco es para que se tapen los oídos!
Li
Jun se quedó sin palabras. Se recompuso y dijo con solemnidad:
—Por
supuesto. Además —añadió, mintiendo con descaro—, estos niños de tierras
remotas nunca han oído melodías tan refinadas como “Montañas Altas y Aguas
Fluyentes”, “Orquídeas en el Valle”. ¿No es lógico? Si todos pudieran
entenderte como Ziqi a Boya, el Séptimo Hermano estaría en serios aprietos. Por
cierto, ¿dónde está? Hace tres o cuatro días que no lo veo.
—No
ha vuelto. Debe estar muy ocupado en el ejército —respondió Yun Yifeng,
estirándose perezosamente mientras seguía estudiando la partitura.
Li
Jun se frotó el oído zumbante con el meñique, preparándose para otra ronda de
tortura sonora, cuando vio que Ling Xing’er le hacía señas desde afuera.
Aprovechó para escabullirse:
—¿Qué
ocurre?
—Acabo
de ir a ver a la hermana Yueya —dijo Ling Xing’er tras dudar un buen rato,
bajando la voz—. Dice que el Príncipe Xiao parece haber aceptado las
condiciones de Ye’er Teng, y que ya ha entregado a Zhou Jiuxiao y Yang Boqing.
Pero… ¿Puede soltarse a los rebeldes, así como así, con un simple “libérenlos”?
Li
Jun frunció el ceño y, tras pensar un buen rato, aventuró una hipótesis:
—¿Será
como dije antes, que ambas partes cedieron un poco durante la negociación?
Ling
Xing’er no lo creyó:
—Ye’er
Teng quería diez ciudades. ¿Cuántos pasos tendría que retroceder para
conformarse con solo dos personas? ¿No habrá otras condiciones ocultas?
Eso…
si había otras condiciones, él tampoco lo sabía. Li Jun dio vueltas sobre sí
mismo, sin lograr entenderlo, pero no quiso defraudar la confianza de la joven,
así que respondió con franqueza:
—¿Y
qué importa? Si el Séptimo Hermano ha aceptado, significa que ya han llegado a
algún acuerdo. Para el asunto del Ganoderma Lucidum de Sangre, eso debería ser
una buena noticia.
—¡Habla
más bajo! —Ling Xing’er le tapó la boca y pisoteó el suelo con impaciencia—. Si
con solo liberar a dos personas se puede obtener el Ganoderma Lucidum, claro
que es excelente. Pero me preocupa que el Príncipe Xiao haya aceptado algo más.
Si realmente ha cedido una ciudad, o diez, y el Maestro Yun se entera… ¡podría
estallar un desastre!
—No
debería ser así —pensó Li Jun. Esa historia de cambiar tierras por belleza, tan
célebre en la historia, probablemente solo él sería capaz de protagonizarla en
la familia Li. Pero para consolar a Ling Xing’er, tomó un caballo y salió de
Yancheng, rumbo al campamento militar, decidido a averiguar la verdad.
Al
fin y al cabo, él también era un príncipe del Gran Liang. Debía interesarse por
los asuntos del Estado.
Y
cuanto más se alejaba de la ciudad, más se inquietaba. Carruajes, caballos,
provisiones… todo se extendía sin fin. ¿Acaso la guerra era inminente?
Con
ese pensamiento en mente, agitó las riendas y galopó con brío hacia el
campamento.
—Alteza
—Lin Ying levantó la pesada cortina de la tienda—. Acabamos de recibir un
informe: Ye’er Teng y el Reino de Baisha…
No
había terminado de hablar cuando una figura se asomó por la rendija, con gesto
furtivo y ojos brillantes. Su sombra era robusta y bien definida.
Ji
Yanran: “…”
Lin
Ying tosió dos veces:
—Rey
Pingle, la entrada está por aquí.
Li
Jun se rio con torpeza, se agachó y entró en la tienda:
—Solo
vine a echar un vistazo, nada más. Ver si hay algo en lo que pueda ayudar.
Ji
Yanran dejó caer el memorial que tenía en la mano:
—¿Ya
terminaste de mirar?
Li
Jun tragó saliva:
—Yo…
yo… yo aún no he visto nada.
Al
notar que el rostro de su Séptimo Hermano no era precisamente amable, se
apresuró a añadir:
—¡No
miraré! ¡Me voy ahora mismo!
Dicho
esto, se dio la vuelta para escabullirse, pero fue detenido por Lin Ying.
Ji
Yanran, recostado en su silla de piel de lobo, alzó los párpados:
—Ya
que has venido, acompáñanos al campo de batalla.
Li
Jun sintió como si le hubieran caído cinco rayos encima. «¿Qué acababa de
decir?»
—Ve
a buscar una armadura adecuada —ordenó Ji Yanran—. Que te cubra bien la
barriga. Y desde hoy, el “Batallón Rompe-Invasores” queda bajo tu mando.
Li
Jun casi se desmayó. Aunque solía entregarse al placer y la frivolidad, sabía
bien que ese batallón era una fuerza de élite, invencible y disciplinada, uno
de los destacamentos más temidos del Gran Liang. Siempre había estado bajo el
mando directo de Lin Ying. ¿Cómo… cómo podía caerle a él de repente?
—¡Yo
no sé nada de esto! —Li Jun balbuceó, temblando de rodillas.
—No
importa —dijo Lin Ying con una sonrisa amable, sosteniéndole la espalda—. Yo
mismo instruiré al Rey Pingle. Vamos, echemos un vistazo al campamento.
Li
Jun, con lágrimas en los ojos, se aferró a la mesa:
—¡Séptimo
Hermano!
«Esto
era una locura. Todos estaban locos.»
«¿O
acaso estoy soñando?»
Pensando
eso, sin decir palabra, levantó la mano y se dio una sonora bofetada.
«¡Madre
mía, esto es real!»
****
Pasaron
varios días sin que Li Jun regresara a la residencia, lo que dejó a Yun Yifeng
bastante intrigado. Ji Yanran seguía durmiendo en el campamento, el jefe Duoji
de la tribu Zhuyue tampoco aparecía, y no había nadie a quien preguntar. Fue
Ling Xing’er quien mencionó que en la ciudad corrían rumores inquietantes: el
pueblo murmuraba que la guerra estaba por estallar, quizás en cuestión de días.
Yun
Yifeng arreglaba con esmero las ramas de ciruela de Yan Yun:
—Cuanto
antes se resuelva, antes podremos estar tranquilos. Ya extraño a Qingyue. Me
pregunto si habrá logrado hacer de la secta Feng Yu, la más importante del
Jianghu. Justo ahora que la familia Jiang está en caos, podríamos aprovechar
para tomar el poder… aunque eso sí, me sentiría algo culpable con el hermano
Jiang.
Ling
Xing’er escuchaba sus divagaciones sin rumbo y pensaba: «¡El Maestro Yun sí
que sabe cómo sacar de quicio a la gente!»
«¿Cree
que con unas cuantas palabras al aire podría dejar de preocuparse?»
Pasado
un rato, Yun Yifeng soltó un suspiro y dejó las tijeras a un lado:
—Niña
tonta, ¿cómo es que te echas a llorar de repente? ¿No ves que aún estoy bien
vivo?
—¿Bien?
Si apenas puedes tragar la comida —Ling Xing’er se dejó caer en los escalones,
escondiendo el rostro entre las rodillas—. Si lo hubiera sabido, mejor no
habría salido de la secta Feng Yu. Me habría dedicado a cuidar su salud, seguro
estaría mejor que ahora.
—Sí,
sí, todo lo que dices es cierto —Yun Yifeng se sentó a su lado y le dio unas
palmaditas en la espalda—. Pero si sigues llorando, eso ya no es de buen
augurio.
Al
oír la palabra “augurio”, Ling Xing’er se obligó a contener los sollozos.
—Hablemos
de algo alegre —dijo Yun Yifeng—. La última vez que fui al tesoro privado del
palacio imperial, encontré muchas joyas hermosas. Cuando te cases,
extorsionaremos unas cuantas, una canasta bien llena, para tu dote.
Ling
Xing’er, entre enfadada y divertida, no supo cómo responder a aquel Maestro de
secta tan poco serio. Se secó el rostro con la manga:
—Ya
basta, iré a ver cómo va la decocción.
Se
levantó y salió del patio, pero aún no había cruzado el umbral cuando alguien
irrumpió con estrépito, como una olla negra rodando cuesta abajo, con un ímpetu
descomunal.
Ling
Xing’er se sobresaltó:
—¡Rey
Pingle! ¿Por qué llevas armadura?
—¡Ma…
mala noticia! ¡Están combatiendo fuera de la ciudad! ¡He escapado a escondidas!
—Li Jun jadeaba, con el rostro encendido y la voz desgarrada.
—¿Contra
la tribu Geteng? Ya lo sabíamos. ¿La guerra ha comenzado? —Ling Xing’er lo
sostuvo—. No te precipites, cuéntalo con calma.
—Sí,
ha comenzado. Pero no es una guerra real, ¡es una guerra falsa! —Li Jun se
bebió tres o cuatro tazas de agua de un tirón, y luego continuó—. Estos días en
el campamento lo he comprendido. Aunque parece que se movilizan tropas con gran
pompa, en realidad de los ochocientos mil del Batallón del Dragón Negro, no se
han movido ni cinco mil. El resto ha sido enviado a otros lugares.
Y
esos cinco mil, en su mayoría son reclutas novatos y soldados envejecidos. Las
armas son de las más pobres y los caballos viejos. ¿Cómo podrían enfrentarse a
la tribu Geteng?
—¡Con
razón! ¡Con razón el Séptimo Hermano insistió en que Lin Ying estaba enfermo y
me entregó el batallón de vanguardia! —Li Jun se dio una palmada en el muslo—.
¡Yo no sé nada de guerra! ¿No es lógico que pierda en cuanto salga? ¿No será
que el Séptimo Hermano ha pactado con Ye’er Teng para perder a propósito esta
batalla, solo para dar una explicación al Emperador?
Ling
Xing’er se quedó helada, sin poder reaccionar. Y justo entonces, una sombra
blanca pasó veloz a su lado.
—¡Maestro
Yun!
—¡Hyah!
—Yun Yifeng lanzó el látigo con fuerza, montado sobre su corcel de jade negro,
como un huracán oscuro que se precipitó fuera de Yancheng.
El
viento desató su larga cabellera y su corazón se desordenó por completo.
El
campo de batalla se había desplegado en las montañas del norte, donde los
macizos rocosos se extendían como serpientes sobre la meseta, desnudos, sin un
solo árbol.
Al
pie de la montaña, los ejércitos de ambos bandos se enfrentaban en tensa
espera. En la vanguardia del Batallón del Dragón Negro debía estar el ejército
de avanzada “Batallón Rompe-Invasores”, pero no se encontraba por ninguna parte
al oficial al mando: ese día, nadie había visto al Rey Pingle.
A
ambos lados de la formación, las banderas negras ondeaban con furia, y los
tambores de guerra retumbaban como truenos. Pero enfrentar con apenas cincuenta
mil hombres a un enemigo tan numeroso… hizo que todos los soldados pensaran lo
mismo: habían caído en una trampa.
Su
Alteza el Príncipe Xiao debía haber sido engañado por Ye’er Teng, y por eso
había enviado al grueso del ejército a otros lugares. Ahora, con tan pocos
hombres frente a tantos, una batalla sangrienta era inevitable. Al pensarlo,
todos apretaron con fuerza sus lanzas, decididos a luchar hasta el último
aliento, con tal de proteger Yancheng y a su pueblo.
Del
otro lado, la caballería de la tribu Geteng avanzaba con ímpetu feroz, como
lobos salvajes en la montaña. Hasta sus ojos brillaban con un verde codicioso.
Ye’er Teng montaba su caballo, observando al ejército contrario, que apenas
podía llamarse tal, y esbozó una sonrisa. A su lado, la mujer de ropajes
blancos que había aparecido aquel día seguía con el rostro cubierto por un velo
de gasa. Su atuendo, de material desconocido, parecía escamas de pez bajo el
agua.
De
pronto, el sonido agudo de un cuerno rasgó el cielo.
¡El
clamor de la batalla estalló como un trueno!
Los
ejércitos se lanzaron uno contra otro como olas en tempestad. Ji Yanran giró su
caballo, dispuesto a subir a lo alto del risco, pero entonces vio a lo lejos un
corcel negro que galopaba a toda velocidad.
El
Dragón de Hielo Volador relinchó con fuerza, sus cuatro patas se alzaron en el
aire. Ji Yanran extendió los brazos y, de un solo movimiento, tomó al jinete y
lo atrajo a su pecho.
Yun
Yifeng no tuvo tiempo de preguntar. Con el rostro pálido, miró hacia el campo
de batalla. La diferencia de fuerzas era evidente. Al recordar las palabras de
Li Jun —“perder esta batalla a propósito, solo para dar una explicación al Emperador”—
sintió un frío que le caló hasta los huesos, apenas podía mantenerse sentado.
Ji
Yanran lo sostuvo sin decir palabra.
Yun
Yifeng alzó la cabeza, incrédulo:
—Tú…
Pero
Ji Yanran le sujetó el mentón y lo giró suavemente hacia otro lado.
En
la cima del monte del Norte, una bengala silbante se elevó hasta perderse entre
las nubes. Desde allí, una marea de jinetes emergía sin cesar, como lava
ardiente surgida del abismo, arrasando desde el flanco y devorando a la
caballería de la tribu Geteng.
Al
frente cabalgaba Yun Zhu, junto a otros jefes tribales. Aquellos que habían
combatido juntos contra la tribu Bruja del Lobo Nocturno, ahora descendían como
ejércitos celestiales, reapareciendo en las montañas como una fuerza
inesperada.
El
ejército del Gran Liang contaba con apenas cincuenta mil hombres, pero al sumar
las fuerzas de caballería de las distintas tribus aliadas, su número duplicaba
al de la tribu Geteng.
Las
vastas montañas ofrecían la mejor barrera natural, y la aparente
desorganización en el despliegue de tropas del Gran Liang sumió a los
exploradores de Ye’er Teng en el desconcierto. Veían ejércitos moviéndose por
todas partes, pero no sabían hacia dónde se dirigían.
Todo
se desarrollaba en absoluto silencio.
La
ambición de Ye’er Teng no se limitaba a las diez ciudades del Noroeste. Según
los informes, el Reino de Baisha ya se encontraba en movimiento, esperando el
momento de unirse a la tribu Geteng para invadir la frontera del Gran Liang.
Eran
como una plaga: había que erradicarlos cuanto antes.
Por
ello, Ji Yanran y sus generales trazaron un plan. Aceptaron la propuesta de
Ye’er Teng: simular una guerra, fingir un error de juicio que provocaría la
derrota total del Batallón del Dragón Negro, obligando al ejército a retirarse
hacia el sur y ceder las diez ciudades del Noroeste.
A
la vista de todos, las tropas del Gran Liang eran enviadas a otros lugares.
Pero en secreto, Duoji del clan Zhuyue, junto con Wu En y Gegen, recorrían día
y noche las tribus aliadas, sellando un pacto para destruir a la tribu Geteng.
Tal
como Yun Yifeng había previsto, esta era una batalla destinada al triunfo. Los
soldados del Gran Liang alzaban sus espadas con valentía, cargaban sin temor, y
sus hojas frías atravesaban carne viva. La sangre salpicaba el suelo, tiñéndolo
de rojo oscuro. Las banderas de la tribu Geteng ya habían sido devoradas por el
fuego, y hasta Ye’er Teng se encontraba rodeado.
Solo
entonces Yun Yifeng pudo respirar aliviado, y se dejó caer, exhausto, en los
brazos de Ji Yanran.
—Menos
mal —murmuró, sin saber si reír o llorar—. Yo pensaba que…
Ji
Yanran, sin embargo, mantenía el ceño fruncido. En sus ojos se leía la culpa y
el dolor. Su voz era áspera y quebrada:
—Lo
siento.
Yun
Yifeng negó con la cabeza, rendido, apoyado contra el pecho de Ji Yanran,
contra esa armadura fría como el acero:
—No
pasa nada.
«De
verdad, no pasa nada.»
Él
dijo:
—Este
es mi general.

