•※ Capítulo 102: Solo
Te Deseo Paz.
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Aquella noche, ninguno de los dos logró conciliar el sueño. Yun Yifeng se acurrucaba en su regazo; había querido conversar sobre otros asuntos para aliviar la pesadez del ambiente, pero tras largo rato, no halló tema adecuado. Al final, fue Ji Yanran quien rompió el silencio:
—Tal
como lo anticipaste, él ha propuesto que Zhou Jiuxiao y Yang Boqing regresen.
—Ambos
le tendieron una trampa, lo engañaron y ocultaron la verdad —respondió Yun
Yifeng—. Según la confesión del “titiritero”, incluso pretendían convertirlo
poco a poco en un muñeco. Además, usaron a una bella mujer sin alma para
seducirlo hasta embriagarle el corazón. Me temo que aún no ha despertado del
todo. Con todo esto, según el carácter de Ye’er Teng, no asesinarlos ya es
muestra de indulgencia. ¿Cómo podría tener razón alguna para salvarlos
personalmente?
A
menos que alguien le haya encomendado tal tarea, y no pueda negarse.
Tal
vez aquella “Santa Dama” de ropajes blancos en el desierto, o algún otro
instigador oculto tras Zhou Jiuxiao.
Desde
el robo de la reliquia budista y el Pico Piao Miao, pasando por Villa Shiba, el
secreto tras el mapa de Zichuan, hasta llegar al actual Ye’er Teng… aunque el
titiritero jamás se ha mostrado, sus intenciones han quedado expuestas con
crudeza sobre la mesa: se trata de un grupo que alberga un odio inconmensurable
hacia el difunto Emperador. Algunos acontecimientos que la corte imperial enterró
deliberadamente en lo más profundo quizás sean las heridas más dolorosas en sus
corazones. Por ello han enloquecido, por ello están dispuestos a todo, con tal
de sembrar discordia entre Li Jing y Ji Yanran, dividir el territorio y
destruir la dinastía de los Li.
—Quizás
podamos seguir el rastro de Ye’er Teng —dijo Yun Yifeng— y arrancar de raíz a
esa gente.
—Mañana
iré al campamento militar y discutiré este asunto con los generales —Ji Yanran
le dio unas palmaditas en la espalda—. Es tarde, no hablemos más de esto.
Duerme bien.
Yun
Yifeng buscó una postura cómoda y apoyó la cabeza en su brazo.
—¿Por
qué puedes discutirlo con los generales, pero no conmigo?
—¿Hmm?
—Ji Yanran reflexionó un momento y respondió—. Porque así lo dictan las normas
militares.
—…
—Yun Yifeng guardó silencio.
Ji
Yanran insistió:
—Es
cierto.
Y
lo era. Los asuntos del ejército son de suma gravedad; un solo movimiento puede
alterar el equilibrio entero. ¿Cómo iban a llevarse a casa para charlar al oído
de la esposa? Que existiese tal norma era del todo razonable.
Yun
Yifeng no sabía si reír o llorar. Sentía la cabeza pesada y mareada, sin saber
si era por culpa de su hombre o por su propia debilidad. Así que cerró los ojos
y se dejó llevar por el sueño.
Ji
Yanran cerró la caja secreta junto a la cama, atenuando la luz de la perla
luminosa hasta dejar solo un tenue resplandor dorado, que envolvía al durmiente
junto a su almohada, arrullándolo con suavidad.
Afuera,
el viento invernal silbaba con tristeza, y la noche se extendía solitaria.
****
Al
día siguiente, Ji Yanran partió hacia el campamento antes del amanecer. Yun
Yifeng desayunó acompañado únicamente por Li Jun y Ling Xing’er.
—Vamos,
prueba esto —Li Jun le sirvió con entusiasmo un pequeño cuenco de sopa de
frijoles grises—. Le pedí expresamente a la cocinera que no la hiciera
demasiado dulce.
Yun
Yifeng respondió con sinceridad:
—Ya
estoy tan lleno que apenas puedo moverme. Mejor dime directamente lo que
quieres decir.
—…
—Li Jun quedó sin palabras.
Li
Jun dejó el cuenco y confesó con sinceridad:
—Antes
de partir, el Séptimo Hermano me encargó que te vigilara bien durante la
comida.
Ling
Xing’er, que ya había oído hablar de la negociación esa mañana y se encontraba
preocupada, aprovechó la ocasión para preguntar:
—Entonces,
¿qué piensa hacer el Príncipe Xiao con las condiciones que propuso Ye’er Teng?
—No
lo sé —respondió Yun Yifeng, frotándose el abdomen—. Las normas militares dicen
que no se me permite inmiscuirme.
—¿Existe
una norma así? —Li Jun se sorprendió.
Ling
Xing’er se inquietó:
—Entonces…
—Ye’er
Teng no pide oro, ni caballos, ni grano. Lo que quiere son diez ciudades del
Noroeste —Yun Yifeng le entregó una taza de té—. ¿Tú qué crees que puede hacer
Su Alteza?
—Las
diez ciudades del Noroeste no se pueden entregar, pero tampoco podemos
renunciar al Ganoderma Lucidum de Sangre —dijo Ling Xing’er—. Ha costado mucho
encontrar una pista.
—El
Príncipe ya tiene suficiente dolor de cabeza. Tú, y tú también —Yun Yifeng miró
a Li Jun—, no deben seguir molestándolo. ¿Lo han entendido?
—¿No
hay margen para seguir negociando? —preguntó Li Jun—. ¿Cuáles son esas diez
ciudades del Noroeste?
—Tiankuo,
Changbi, Zongheng, Yunmang, Ningsha, Gushulian, Yumen, Yexian, Yinshan, y esta Yancheng
que ahora pisas —respondió Yun Yifeng—. Desde el río Yuan hasta las montañas
del Norte.
Ling
Xing’er quedó boquiabierta. «¿Una extensión tan vasta?»
Li
Jun también pensó que el alcance era excesivo; Ye’er Teng estaba siendo
demasiado codicioso. Pero añadió:
—El
plazo que dio fue de solo diez días, y ya casi se ha cumplido. ¿Cómo vamos a
tener tiempo para deliberar con calma? En mi opinión, sería mejor aceptar
primero.
Yun
Yifeng lo miró fijamente. ¿No era esa actitud demasiado ligera para alguien de
sangre imperial?
Li
Jun se apresuró a añadir:
—Una
vez que tengamos el Ganoderma Lucidum de Sangre, ¡nos retractamos de inmediato!
—propuso con entusiasmo—. ¿No existe una táctica llamada “el engaño no cansa al
soldado”? Firmamos el pacto con apariencia de sinceridad, y luego buscamos una
excusa para romperlo. El Noroeste cuenta con ochocientos mil soldados del Gran
Liang; en ese momento, seguro que podremos hacer que el enemigo huya
despavorido de regreso a las praderas de Qingyang, sin atreverse a levantar
cabeza jamás.
Ling
Xing’er, ajena a los asuntos de Estado, se dejó llevar por el fervor de sus
palabras y preguntó:
—¿Maestro
Yun, eso es viable?
Yun
Yifeng negó con la cabeza:
—No
lo es.
El
entusiasmo se apagó de golpe. Li Jun, desanimado, preguntó:
—¿Por
qué no? ¡Si parece una estrategia brillante!
—Porque
Ye’er Teng no es un niño de tres años. No es tan fácil de engañar —respondió
Yun Yifeng.
Aunque
el Gran Liang estuviera dispuesto a ceder, el otro no revelaría la ubicación
del Ganoderma Lucidum de Sangre solo por un delgado papel firmado.
—Entonces,
¿qué está esperando? —Li Jun volvió a preguntar.
—Espera
que el campamento del Dragón Negro se retire por completo, que las tropas
estacionadas en las diez ciudades del Noroeste sean reemplazadas por la
caballería de la tribu Geteng —explicó Yun Yifeng—. Una vez logrado eso, aunque
el Príncipe Xiao quiera romper el pacto, ya será inútil. Para recuperar el
territorio, será inevitable una guerra vasta y sangrienta. En ese momento, el
Noroeste arderá en llamas inextinguibles, y el pueblo no conocerá ni un
instante de paz.
Li
Jun quedó sin palabras.
Yun
Yifeng añadió:
—Más
que el Ganoderma Lucidum Sangre, lo que deseo es que Su Alteza aproveche esta
oportunidad para erradicar de una vez por todas los peligros en la frontera.
Li
Jun y Ling Xing’er se miraron. Uno era un joven frívolo y amante del placer; la
otra, ingenua y encantadora. Ninguno podía idear una solución grandiosa, así
que depositaron sus esperanzas en Ji Yanran. Pensaban que aquel general
invencible, que ya rozaba la leyenda en el Gran Liang, siempre encontraría la
forma de proteger la vida de quien amaba.
Pero
Yun Yifeng ya estaba calculando lo que vendría después de derrotar a la tribu
Geteng.
Conocía
demasiado bien el temperamento de Ji Yanran. Esta vez, Ye’er Teng había osado
tocarle la escama invertida una y otra vez; no devolver el golpe era imposible.
Además, ese hombre era ambicioso por naturaleza, y estaba en connivencia con
los rebeldes. Para el Gran Liang, era como una espada afilada suspendida sobre
la cabeza. Si no se eliminaba el peligro a tiempo, en el futuro podría causar
un desastre mayor. Por tanto, la guerra entre ambos era inevitable.
Y
él estaba convencido de que el Gran Liang saldría victorioso.
Desde
Yancheng, en el Noroeste, hasta la ciudad de Cangcui, en Jiangnan, el trayecto
permitía atravesar numerosos paisajes de montañas majestuosas y ríos
espléndidos, e incluso hacer una parada en la ciudad de Chunlin. Yun Yifeng
desplegó un mapa y lo examinó con suma atención. Li Jun y Ling Xing’er, sin
comprender del todo, pensaron que estaba absorto en algún asunto militar de
gran importancia, por lo que se retiraron del salón principal y se sentaron en
el corredor cálido para seguir conversando.
—Rey
de Pingle, dime —preguntó Ling Xing’er—, si algún día realmente no hay otra
salida, ¿el Príncipe Xiao aceptaría las condiciones de Ye’er Teng?
Li
Jun suspiró.
—Me
temo que no. Diez ciudades… no es asunto menor. A menos que se encuentre alguna
solución intermedia, como que ambas partes cedan un poco.
Ling
Xing’er no entendió del todo. «¿Qué significaba que ambas partes cedieran?
¿Que Ye’er Teng se conformaría con cinco ciudades? ¿Y entonces el Príncipe Xiao
aceptaría?»
Li
Jun, sin saber cómo responder, dijo:
—Si
fuera yo, yo… yo lo aceptaría. Le daría cinco ciudades. Lo primero es salvar
vidas.
Ling
Xing’er guardó silencio.
Li
Jun, algo confuso, solo pudo consolarla con vaguedad:
—Seguro
que habrá una solución.
En
el campamento militar, Lin Ying también decía lo mismo. Trajo un cuenco de sopa
de fideos con carne de res y añadió:
—Ha
sido una mañana agitada. Alteza, coma algo primero.
Ji
Yanran apartó el mapa:
—¿Qué
noticias hay del lado de Ye’er Teng?
—Tras
derrotar a la tribu Bruja del Lobo Nocturno, el ejército de la tribu Geteng se
ha asentado en el desierto de Baiyang —informó Lin Ying—. Por la cantidad de
carruajes de suministros, parece que planean una estancia prolongada. En la
tienda de Ye’er Teng hay varias personas de origen desconocido, entre ellas una
mujer de mediana edad con porte distinguido. Debe de ser la llamada “Santa Dama
de las Nieves”.
—¿La
Santa Dama de las Nieves es del Gran Liang? —preguntó Ji Yanran.
—No
—Lin Ying captó su intención—. Según los informes, tiene pómulos altos y ojos
profundos, y su estatura no coincide con la de Xie Hanyan de antaño. Es mucho
más baja.
Ji
Yanran se sintió ligeramente aliviado.
—Solo
tenemos diez días —añadió Lin Ying—. ¿Deberíamos pensar en alguna estrategia
para ganar tiempo?
—Ganar
diez o veinte días más no nos aporta gran cosa —Ji Yanran negó con la cabeza—.
¿Qué hay de Zhou Jiuxiao y Yang Boqing?
—Ya
han sido trasladados —respondió Lin Ying.
—Envía
una carta a Ye’er Teng —ordenó Ji Yanran—. Dile que este Príncipe acepta
liberar a los prisioneros, y de paso pregúntale cuál es ese supuesto “método
infalible para que el Emperador acceda a ceder las diez ciudades del Noroeste”.
Como
vicegeneral, Lin Ying tenía el deber de recordar al comandante que debía
anteponer los intereses del Estado. Pero también pensaba que Su Alteza, siendo
tan justo y sabio, no necesitaba que otros le repitieran palabras que solo
añadirían fastidio. Mejor callar. Así que inclinó la cabeza, recibió la orden y
salió a cumplirla.
El
interior de la tienda quedó finalmente en silencio.
Ji
Yanran se frotó las sienes, que le palpitaban con dolor. La cuerda que había
mantenido tenso su cuerpo todo el día parecía ahora tirar de su cerebro con
punzante agudeza. La sopa de fideos con carne ya no estaba caliente; la grasa
blanca se había coagulado, y al verla, sintió una punzada de náusea en el
estómago. Se recostó en la gran silla de piel de lobo, frunció el ceño y cerró
los ojos. Solo después de media varilla de incienso logró recuperar algo de
energía y se levantó para regresar a la residencia.
Al
caer la tarde, los habitantes de Yancheng comenzaban a terminar sus labores.
Conversaban y reían, caminando en grupos hacia sus hogares. A ambos lados de la
calle, las casas de té y comida estaban en pleno auge, y los pequeños
comerciantes aprovechaban la afluencia para desplegar sus puestos: había
quienes vendían porcelana, mantas, e incluso flores y plantas. Claro está,
siendo aún principios de primavera, el suelo seguía helado y el cielo frío, y
en el Noroeste no abundaban las flores vistosas. Por eso, los vendedores
ofrecían ramas secas—adornadas con capullos marchitos. Atadas en grandes
manojos, tenían su propia belleza.
—Alteza,
esta es la ciruela de Yan Yun —dijo el vendedor con una sonrisa—. También se le
llama flor de la longevidad.
Solo
por ese nombre, Ji Yanran compró un ramo. Luego se desvió hacia la tienda de
dulces y escogió dos paquetes de pastelillos de hojaldre, que llevó consigo de
regreso a casa.
Yun
Yifeng estaba jugando con los niños de la residencia, charlando alegremente. A
su alrededor, parecía haber un grupo de gorriones bulliciosos. Al ver que Ji
Yanran regresaba, todos se dispersaron como una bandada alborotada.
—Tú,
que no gustas del ruido, ¿cómo es que ahora lo disfrutas? —Ji Yanran lo ayudó a
incorporarse—. La próxima vez no te sientes en los escalones.
—Hoy
hace calor, y hay pieles sobre el suelo. Afuera se respira mejor que en la
habitación —Yun Yifeng miró el ramo—. ¿Eh? ¿Qué es esto?
—Ciruelo
de Yan Yun. Tiene un “Yun” como tú, así que la compré sin pensarlo —Ji Yanran
se la ofreció—. ¿Te gusta?
—Me
gusta —Yun Yifeng buscó un jarrón, colocó el ramo de ciruelas secas y lo
arregló con esmero hasta darle una forma armoniosa y viva.
Ji
Yanran lo abrazó por detrás. Al mirar la flor, recordó el significado de
“longevidad”, y sintió como si una hoja afilada le atravesara el pecho,
desgarrando la carne y el alma.
Hundió
el rostro en el cuello blanco de Yun Yifeng, sin decir palabra durante largo
rato, temiendo que, al abrir la boca, ya no pudiera contenerse.
—¿Estás
cansado? —Yun Yifeng acarició sus manos, que lo rodeaban por la cintura, y
habló con calma—. Esta tarde pensé en ir a la cocina, pero la tía Wang se
asustó al verme, no me dejó entrar y me despachó con un pastelillo.
—Mn
—respondió Ji Yanran.
—Por
eso digo, la tía Yu es mejor. Me pregunto cómo estará de salud últimamente —Yun
Yifeng suspiró, y colocó el jarrón en el alféizar—. Levántate, iré a servirte
una taza de té caliente.
—No
quiero —Ji Yanran murmuró, haciendo un leve berrinche—. Déjame abrazarte un
poco más.
El
sol poniente se filtraba por el enrejado de la ventana, iluminando la ciruela
de Yan Yun y proyectando sombras moteadas.
La
habitación estaba en silencio.
Ji
Yanran lo abrazaba así, sin moverse, como si esperara el fin de los tiempos,
como si esperara que ambos llegaran juntos a la vejez.
Yun
Yifeng permanecía de pie junto a la ventana, contemplando el sol como una yema
de huevo que rodaba lentamente hasta desaparecer en el horizonte.
Desde
fuera llegaban las voces de las sirvientas, anunciando que encenderían las
lámparas nocturnas. Ji Yanran soltó por fin sus brazos, y ordenó que trajeran
una nueva tetera. Sus ojos estaban llenos de venas rojas, como una fiera
atrapada en una jaula: reprimida, desordenada, furiosa. Estas emociones, que
intentaba ocultar, en el campamento las había disimulado bien. Incluso Lin Ying
no había notado nada, creyendo que seguía siendo el estratega sereno y seguro
de siempre.
Yun
Yifeng lo rodeó por la cintura y lo consoló en voz baja:
—No
pasa nada.
Ji
Yanran apretó los brazos, casi aplastando el cuerpo frágil que sostenía. El
viento nocturno le rozó la mejilla, húmedo y helado.
—Me
cuidaré bien —dijo Yun Yifeng—. Alteza, solo debe ocuparse de sus asuntos, sin
preocuparse por mí.
Ji
Yanran cerró los ojos, con la voz reseca:
—¿Y
si algún día cometo un error?
—Si
ese día llega —Yun Yifeng se apoyó en su pecho y suspiró—, entonces me
adelantaré a ese error, y pondré fin a mi vida antes que usted lo cometa.
El
cuerpo de Ji Yanran se tensó de golpe, como si su corazón hubiera caído en un
pozo helado. Solo después de mucho tiempo, logró responder con voz apagada:
—Mn.

