Capítulo 11.
El Palacio Zhaohua estaba especialmente animado en los
últimos días: el banquete por los cien días del Príncipe Heredero se acercaba.
A pesar de ser tan pequeño, el niño ya mostraba gusto por
salir a pasear. Al ver algo nuevo, soltaba risitas alegres. La nodriza lo
llevaba en brazos, paseando por el patio, y de vez en cuando le tocaba la
carita regordeta con un dedo. El bebé, con los ojos cerrados y la boquita sin
dientes fruncida, seguía el movimiento del dedo como si quisiera mamar. Sin
embargo, no lloraba, lo que indicaba que solo estaba jugando.
La Chen Guiren, recostada en el pabellón, observaba la
escena con una sonrisa.
Estaba tan absorta que no notó cuando una sirvienta
introdujo a alguien. Seguía mirando las manitas de su hijo agitándose en el
aire, soltando de vez en cuando risas de satisfacción. No importa qué tipo de
mujer sea: una vez que da a luz, la mayor parte del cielo de su vida pasa a
pertenecer a ese pequeño cuerpo. Es una cosa verdaderamente extraña.
Chen Zeming se detuvo, contemplando su rostro.
La Chen Guiren percibió aquella mirada que rozaba lo
impertinente, giró la cabeza y, tras un instante de desconcierto, soltó un
grito de sorpresa y se puso de pie.
Apenas habían pasado tres meses desde el parto, y su figura
ya había recuperado una esbeltez sorprendente, conservando incluso la
delicadeza juvenil de una doncella.
Corrió hasta quedar frente a Chen Zeming, y lo miró con una
mirada ávida y emocionada, sin ocultar nada.
Chen Zeming se sintió algo incómodo bajo su mirada. Estaba
por hablar cuando Yinyin apareció con una sonrisa radiante.
—¡Miren quién ha vuelto… nuestro gran héroe!
—¡Ah! ¡Yinyin! —dijo Chen Zeming sin pensar, con un tono que
rozaba el reproche, y el rostro algo sonrojado.
Yinyin soltó una risa traviesa. En ese momento, era
claramente la misma chica de antaño.
—¡Todo el palacio habla de ello! La victoria en la batalla
de Pulu, tan rápida como un relámpago… ¡es algo que despierta admiración!
Chen Zeming miró a su alrededor. En efecto, muchas personas
lo observaban, lo que lo hizo sentirse aún más incómodo.
Yinyin se giró y llamó con la mano. La nodriza se acercó con
el niño en brazos.
Ambos se miraron por un momento, dejando atrás la
efervescencia del reencuentro.
Al cabo de un instante, Yinyin sonrió con cierta timidez.
—¡Felicidades! —dijo Chen Zeming
Creía que su sonrisa era natural. La había ensayado muchas
veces en casa.
Yinyin tomó a su hijo en brazos, apoyó la cabeza junto al
cuello del pequeño por un momento, y luego levantó la vista.
—Espero que algún día sea como tú… un buen hijo del campo de
batalla, capaz de reírse con orgullo entre los vientos de guerra.
Chen Zeming sonrió sin decir nada, y bajó la cabeza para
jugar con el niño.
Aunque el rostro del niño era regordete, en el arco de las
cejas y la comisura de los ojos ya se adivinaba cierta semejanza con el Emperador.
Al verlo, Chen Zeming sintió un estremecimiento inexplicable en el corazón.
Wu Guo acabó siendo reasignado. Un ascenso en apariencia,
pero en realidad una degradación. Nadie, salvo Chen Zeming, sabía por qué.
Y ni siquiera él lo entendía del todo. Era evidente que el Emperador
lo había hecho para protegerlo. ¿Pero por qué? ¿Por la victoria reciente? ¿Ya
no lo odiaba? ¿Toda aquella hostilidad de antes se había disipado por un solo
mérito militar?
Ese favor —o esa suerte— había llegado demasiado rápido. Lo
tomó por sorpresa. Pensó que debería sentirse feliz, pero no tuvo tiempo de
sentir nada. Solo confusión.
Y también culpa. Alguien había pagado el precio por él.
Tras muchas vueltas, logró encontrar la residencia de Wu Guo
en la capital.
Wu Guo no era funcionario de la corte. Antes de la campaña
fue asignado temporalmente a la capital, y al regresar se alojaba en una
posada…
Cuando Chen Zeming lo encontró, estaba empacando sus cosas.
Su ropa lucía algo desgastada, y sobre su cabeza los empleados reparaban el
tejado, colocando nuevas tejas entre estruendos metálicos. Se quejaban de que
la lluvia de la noche anterior había causado filtraciones, mojando los
colchones de varios huéspedes.
La luz del sol se colaba por las grietas, iluminando un
montón de prendas viejas y descoloridas. Al verlas, la culpa de Chen Zeming
alcanzó un nuevo pico.
Wu Guo no conocía a mucha gente en la ciudad. Su mentor,
quien lo había recomendado para el puesto, ya se había despedido. Al ver a Chen
Zeming, se mostró sorprendido, pero también agradecido.
Fueron a una taberna en la calle, pidieron vino y comida.
Curiosamente, aunque habían compartido campaña durante cuatro o cinco meses,
siempre en tensión mutua, nunca se habían sentido tan cercanos como ahora. Chen
Zeming sacó todo el dinero que llevaba encima, diciendo que era para ayudarle
con los gastos del viaje. Wu Guo se negó rotundamente. Chen Zeming no tuvo más
remedio que guardarlo de nuevo.
—Pero, hermano Wu… tú has sufrido por mi culpa —dijo.
Wu Guo negó con la cabeza.
—Hermano Chen, eres un general excepcional… Aquel día, al
verte avanzar por el glaciar sin temor al peligro, supe que tenerte en la corte
era una bendición. Algún día entenderás que no fuiste tú quien me perjudicó. No
tienes por qué cargar con esa culpa.
Chen Zeming percibió un doble sentido en sus palabras, y
preguntó con extrañeza:
—Hermano Wu ¿qué quieres decir?
—Eso no puedo decirlo abiertamente… En fin, hermano Chen, el
mundo oficial es mucho más peligroso que el campo de batalla. Las flechas
ocultas siempre son más venenosas que las espadas al descubierto. Cuídate
mucho.
Al decir esto, alzó su copa. Chen Zeming, viendo que no
quería hablar más, no insistió. Se despidieron con pesar.
Un mes después, llegó una noticia desde la frontera: el Príncipe
de la Derecha de los hunos, Lü Yan, había invadido repetidamente, saqueando
bienes, raptando personas y ganado. En una de las escaramuzas, había tendido
una trampa y asesinado al comandante de las tropas fronterizas. Ahora su
ejército se apostaba más allá de la Gran Muralla, exigiendo enfrentarse
directamente con Chen Zeming, el conquistador de Pulu.
Al recibir la noticia, Chen Zeming presentó una solicitud
para ir a la guerra.
El Emperador no dio respuesta inmediata, pero ese mismo día,
tras la audiencia matutina, lo convocó a una reunión privada en el estudio
imperial.
Chen Zeming aguardaba dentro del recinto, de pie, con el
rostro algo pálido. Observaba los objetos dispuestos frente a él, idénticos a
como estaban antes.
Aquella noche… aunque había tomado medicina de antemano, eso
no significaba que hubiera olvidado lo ocurrido. Al contrario: cada detalle
permanecía vívidamente grabado en su memoria.
Había creído que podría olvidarlo. Incluso lo había
intentado.
Durante la campaña militar, realmente pensó que lo había
superado. Y desde su regreso a la capital, había evitado recordarlo.
Pero en ese instante, comprendió de pronto que lo vivido no
se borra tan fácilmente. Las imágenes que había encerrado a propósito en lo más
profundo de su mente irrumpieron con fuerza, danzando ante sus ojos como si
compitieran por salir primero. Volvió a sentir esa opresión en el pecho, ese
impulso de náusea, como si algo ardiera en su vientre.
Aturdido, bajó la cabeza… y de pronto vio una sombra junto a
sus pies.
Se estremeció casi por reflejo, luego giró rápidamente y se
arrodilló con la cabeza baja.
—¡Larga vida al Emperador!
El Emperador entró con paso tranquilo, le dirigió una mirada
indiferente y, de pronto, extendió la palma. En ella había un objeto que
brillaba con un resplandor frío y tenue.
Mientras tanto, Lü Yan llevaba días esperando fuera de la
Gran Muralla. No mostraba mucho entusiasmo por atacar aquella fortaleza de
piedra y ladrillo. Solo enviaba tropas de vez en cuando para hostigar los
alrededores, y al ver a la gente correr y gritar presa del pánico, sentía una
extraña satisfacción. Era un placer reservado a los vencedores.
En realidad, estaba esperando la aparición de aquel general
han llamado Chen Zeming.
Ser Príncipe de la Derecha entre los hunos era, en el fondo,
un cargo tedioso. Pasaba el año entero dirigiendo campañas militares, sin un
momento de descanso.
El saqueo era, para él, la esencia misma de la guerra. Y
como los ejércitos hunos, expertos en caballería, combate en campo abierto y
ataques sorpresa, rara vez encontraban rivales, la vida de matanza sobre el
lomo del caballo se volvía monótona. Lü Yan empezaba a sentirse hastiado de su
misión en la vida. Para él, una batalla sin incertidumbre carecía por completo
de sentido. En lo más profundo de su ser, como guerrero, lo que deseaba era un
adversario. Un rival digno.
Tiempo atrás, un comandante Han de apellido Yang
había derrotado a su mejor general, Ye He. Aquello lo emocionó profundamente.
Por eso, en la defensa de Lian Yunbao, decidió ir él mismo al frente.
Era un joven que siempre sonreía, y que incluso en el
diálogo previo al combate mantenía la cortesía. Daba la impresión de una brisa
suave en primavera. Lü Yan le tomó gran aprecio.
Siempre había sentido admiración por los hombres talentosos.
Pero aquel hombre llamado Yang Liang rechazó con elegancia
su oferta de rendición.
Lü Yan se sintió profundamente frustrado por verse obligado
a matar a alguien tan brillante.
No fue tan difícil. Yang Liang había traído muchos soldados,
pero cuando son demasiados, el abastecimiento de víveres se convierte en un
problema. El primer movimiento de Lü Yan fue enviar tropas a quemar los
suministros. Yang Liang lo había previsto y logró repeler el ataque.
Lü Yan supo entonces que aquel joven era realmente
inteligente. Así sí valía la pena.
Yang Liang lo había encerrado en Lian Yunbao. Detrás de esa
fortaleza se extendía un glaciar interminable, y más allá, el reino de Pulu y los países del oeste. Geográficamente, los hunos y Pulu eran vecinos, pero entre
ellos se alzaba un abismo de mil zhang de profundidad. No solo los hombres: ni
siquiera los pájaros podían cruzarlo.
El plan de Yang Liang era dejarlo morir allí, atrapado,
hasta que se quedara sin flechas ni comida, y entonces tomar la fortaleza sin
derramar sangre.
Era, en verdad, una buena estrategia.
Pero lo que Yang Liang ignoraba era que entre los hunos y Pulu existía un pasaje secreto
tendido sobre el abismo: un puente de cuerda, oculto en un lugar remoto.
Gracias a él, dos países que parecían incomunicados por completo habían logrado establecer
contacto. Aunque era un puente pequeño, y no podía sostener a muchos hombres a la vez, era suficiente.
El Rey de Pulu envió un mensaje por el puente, y el shanyu respondió de inmediato con una
segunda oleada de tropas.
Lo que vino después fue casi inevitable: el ejército de Yang
Liang fue atacado por ambos flancos, y además se cortó su línea de suministros.
Días más tarde, Yang Liang se vio obligado a lanzar una
batalla de ruptura. Por muy hábil que fuera, no pudo evitar convertirse en un
alma errante bajo las flechas y espadas.
Lü Yan, de pie sobre la muralla de Lian Yunbao, observó cómo
una flecha atravesaba el pecho de Yang Liang, haciéndolo caer del caballo. No
pudo evitar suspirar profundamente.
En el instante de su caída, Yang Liang lo miró con
incredulidad. Incluso al desplomarse, su cuerpo conservaba una ligereza casi
aviar, como si la muerte no pudiera alcanzarlo.
Era, sin duda, una vida hermosa.
Sin su comandante, el ejército enemigo se volvió un enjambre
de moscas sin cabeza. Lü Yan terminó la batalla rápidamente.
Después, envió a buscar el cadáver de Yang Liang. Fue él
mismo a verlo. El joven tenía los ojos cerrados, el rostro limpio. Si no fuera
por la herida sangrienta en el pecho, uno pensaría que simplemente dormía.
Ordenó que el cuerpo fuera entregado al campamento Han. Allí quedaban
solo unos pocos soldados gravemente heridos, incapaces de marchar. Al ver al
joven general, todos quedaron paralizados.
Lü Yan, con benevolencia, retiró sus tropas. No deseaba
exterminar por completo. No era su estilo. Los sobrevivientes se marcharon días
después, cabizbajos. Todo según lo previsto.
Lo que no esperaba era que, poco después de regresar al
Reino de los Hunos, llegara la noticia de que Lian Yunbao había sido tomada.
No podía creerlo. Él mismo había dispuesto las defensas. No
eran invulnerables, pero ni siquiera otro Yang Liang habría podido conquistarla
en tan poco tiempo.
Llevó a sus hombres hasta el puente de cuerda, intentando
preservar su última carta para una futura ofensiva. Pero lo que vio lo llenó de
frustración: las largas cuerdas colgaban solitarias sobre el abismo. Alguien
las había cortado desde el otro lado. Y construir ese puente había costado tres
años a los hunos.
Lü Yan comprendió que había aparecido un enemigo aún más
formidable.
Muy pronto, comenzó a circular una leyenda en todo el
territorio.
Todos decían que el general Chen era la encarnación terrenal
de la estrella marcial Wǔqǔ, descendido del cielo para liberar al mundo de los bárbaros. Por eso la
victoria en Pulu había sido tan rápida, tan inexplicable. Decían que comandaba un ejército celestial,
imposible de vencer por humanos. De otro modo, ¿cómo habían cruzado miles de soldados aquel glaciar que nadie
jamás había atravesado? Nadie podía explicarlo.
—¡Está claro que volaron! —decían. Y al oírlo, todos
asentían con asombro.
Además, ese general era tan apuesto que parecía salido de
una pintura. ¿Qué humano podía tener tal rostro? Quienes lo habían visto
añadían detalles al mito. La gente se agitaba, fascinada por la imagen de un
joven general hermoso e invencible. La leyenda los había tocado, y creían en
ella con entusiasmo.
Si era un dios descendido, entonces el Príncipe de la
Derecha, Lü Yan, debía ser el primer bárbaro en caer bajo su espada. Cuando
hablaban del tema, todos se exaltaban, apretando los puños como si fueran ellos
quienes iban a golpear el rostro del enemigo.
Al principio, Lü Yan no le dio importancia. En el campo de
batalla abundan los rumores absurdos. Los Han tienen un dicho: “Los
rumores mueren ante los sabios”. Él lo creía firmemente.
Pero pronto notó que la situación se salía de control. El
rumor crecía, incluso dentro de su propio ejército.
Algunos soldados empezaban a creerlo, y mostraban signos de
miedo. No era raro: los hunos siempre habían temido a los dioses, los
espíritus y las fuerzas de la naturaleza.
Su general Ye He mencionó el extraño rumor frente a él. Al
hablar, mostraba una mezcla de duda y desconcierto, y preguntó si debían
preparar a los chamanes.
Lü Yan lo miró fijamente.
—¿Tú también lo crees?
Ye He se sentía incómodo. Era un guerrero feroz, pero aun
así se atrevió a hablar:
—Siempre es mejor estar preparados. Los soldados son
valientes como lobos de la estepa, pero al fin y al cabo son carne y hueso. Además,
Su Alteza…
Lü Yan sonrió y lo interrumpió:
—Diles a los soldados que este príncipe cortará
personalmente la cabeza de ese hombre, para que los ingenuos Han vean
cómo los mitos se convierten en chistes… ¿Un dios descendido? ¿Desde cuándo es
tan fácil que los cielos envíen a uno?
Aunque hablaba así, cuando los dos ejércitos se enfrentaron,
Lü Yan no pudo evitar que su mirada se fijara en la figura erguida del joven de
blanco al otro lado. Volteó hacia Ye He y comentó con admiración:
—En verdad, parece sacado de una pintura.
Ye He frunció el ceño sin responder. Al cabo de un momento,
no pudo contenerse:
—La vez pasada también elogió el aspecto de aquel general Han.
No entiendo… ¿qué tiene que ver la guerra con la apariencia?
Lü Yan soltó una carcajada.
—Solo me intriga que los Han siempre elijan a esos
rostros delicados como generales. ¿De verdad pueden ganar? —Luego miró a Ye He
con tono burlón— En realidad, para la guerra, lo que se necesita es alguien
como tú, gran general Ye He.
Ye He se iluminó de orgullo, pero tardó unos segundos en
darse cuenta de que el príncipe. Disimuladamente, lo había llamado feo.
Ye He empleó la táctica habitual de los hunos: tras
dos asaltos, fingió una derrota y se retiró. Tal como esperaban, el enemigo lo
persiguió. Lü Yan no movió sus tropas, observando desde lejos.
Los Han no tenían muchos caballos; su ejército era
mayoritariamente de infantería. En cambio, los hunos se valían de la
caballería y el tiro con arco. Frente a ellos, los soldados a pie eran lentos y
débiles. Aunque los Han superaban en número, siempre salían perdiendo.
Al notar esto, comenzaron a adquirir más caballos, pero comparados con los hunos,
donde todos eran jinetes, no era suficiente. Además, incluso entre jinetes, los
hunos eran mucho más feroces que los Han.
Cuando el enemigo entró en el rango de emboscada, Lü Yan
levantó la mano.
Dos escuadrones salieron disparados desde sus flancos,
avanzando unos zhang antes de abrirse como una línea tensa. Ye He ya
había detenido su caballo y estabilizado la formación.
El joven de blanco notó algo extraño. Miró rápidamente a su
alrededor y giró su caballo hacia el único punto donde el cerco aún no se había
cerrado. No dudó ni un instante. Su reacción fue tan rápida que sorprendía. Sus
mil jinetes lo siguieron sin mostrar pánico alguno.
Lü Yan se mostró sorprendido. Aquel joven no parecía tener
más de veinte años, sin embargo, su tropa se movía con disciplina impecable.
Recordó a Yang Liang y sonrió. «El mundo está lleno de héroes; mi vida será
mucho más interesante de ahora en adelante».
Incluso deseó que el joven de blanco lograra escapar de su
trampa, para que algún día pudieran enfrentarse de verdad. Pero viendo la
situación actual, aquello solo sería un hermoso deseo. Los jinetes hunos,
rugiendo y blandiendo sus látigos, cerraban el cerco. Eran guerreros curtidos
en mil batallas. Antes de que Lü Yan pudiera detenerlos, ya se lanzaban como
lobos sedientos de sangre, dispuestos a devorar al enemigo.
Desde lejos, la persecución en el desierto parecía una red
que se cerraba sobre un pez pequeño y desesperado. Lü Yan era el pescador que
controlaba todo.
Tras unas diez li de persecución, apareció una gran duna. El
joven de blanco comenzó a perder velocidad. Al voltear, vio que los hunos
habían cerrado por completo el camino de regreso.
Giró su caballo, alzó su alabarda Fangtian, y la borla roja
ondeó como una llama al viento. Detrás de él, un jinete levantó una pequeña
bandera y la agitó. Los soldados frenaron sus caballos, se alinearon contra la
duna y formaron una formación defensiva.
Frente a un enemigo que parecía cubrir el cielo, Chen Zeming
no mostró ni un ápice de temor. Al menos, no lo dejó ver.
De pronto, los hunos se abrieron como una marea,
dejando un estrecho sendero. Al final de ese camino, un hombre avanzaba a
caballo con calma.
Chen Zeming apretó con fuerza su alabarda y miró al recién
llegado.
Era un hombre de unos treinta años, con un rostro más
refinado que el típico huno. Si no fuera por la cicatriz que iba del ojo
a la mandíbula, casi no se notaría su fiereza. Su atuendo era claramente más
lujoso que el de los demás, y su porte tenía una dignidad que recordaba al
joven Emperador.
Chen Zeming entrecerró los ojos. Podía oír su propio corazón
retumbar.
El caballo del hombre se detuvo. Él ya estaba frente a
todos. El viento azotaba la piel que llevaba sobre los hombros, la arena giraba
bajo sus cascos, pero él permanecía inmóvil como una montaña.
—Me llamo Lü Yan —dijo con voz suave.
Chen Zeming tiró con fuerza de las riendas. Su caballo se
agitó, casi se lanzó hacia adelante. Había apretado demasiado el vientre del
animal por los nervios. «Tranquilo, tranquilo… aún no es el momento», se
dijo.
—Dicen que el general Chen es un dios descendido… —Lü Yan lo
observó con detenimiento y mostró una sonrisa extraña—. Este príncipe ha venido
hoy a capturarte.
Apenas terminó de hablar, un soldado huno pasó frente
a su caballo y se lanzó al ataque. Detrás de él, una marea de guerreros se
abalanzó como una plaga de hormigas.

