RT 59

 

Capítulo 59: Habilidades inigualables de Miaoshou Kong-Kong.

¿Qué rencor? ¿Qué resentimiento?

 

 Hace mucho, mucho tiempo, existió en el Jianghu un maestro del saqueo de tumbas. No tenía nombre ni apellido, y en los círculos del mundo marcial lo llamaban Miaoshou Kong, el de los “dedos prodigiosos”.

 

Nadie había visto jamás su verdadero rostro. Sólo lo rodeaban incontables rumores, como sueños entre las nubes, imposibles de confirmar. Algunos decían que era un anciano de más de setenta años; otros, que era un joven de rostro hermoso. Viajaba solo, cubierto de polvo, rastreando las formas de las montañas durante el día y calculando el movimiento de las estrellas por la noche. Así lograba encontrar antiguas tumbas imperiales, y con tan solo una pala y una brújula, saqueaba todos sus tesoros.

 

Estos rumores se transmitieron durante generaciones. El padre se los contaba al hijo, el hijo al nieto, junto al fuego nocturno, como si fueran cuentos de fantasmas y demonios. Nadie los tomaba en serio.

 

Pero muy pocos sabían la verdad: Miaoshou Kong no era ni dios ni espectro, pero igual parecía inmortal. Permanecía en el mundo de los vivos, caminando por pasadizos funerarios. Desarmar trampas y mecanismos era su pasatiempo favorito, y le encantaba dormir entre tumbas de oro, disfrutando con avidez del placer de estar rodeado de joyas, hasta derramar lágrimas de felicidad.

 

Gastaba fortunas sin pestañear, y su paradero era siempre un misterio.

 

No era una sola persona, sino un linaje.

 

Cada generación de Miaoshou, en su juventud, buscaba a una mujer —la mayoría proveniente de burdeles— para tener un hijo. Cuando el niño alcanzaba los tres o cuatro años, le dejaban una gran suma de dinero, se lo llevaban lejos, y le enseñaban todo su conocimiento en artes marciales y saqueo de tumbas.

 

El anciano de rostro surcado por arrugas que ahora se presentaba ante nosotros, era el último Miaoshou Kong del mundo. También él, cuando tenía unos treinta años, buscó a una mujer y con palabras dulces la convenció de tener un hijo. Pero no esperaba que ella descubriera sus intenciones y escapara del pueblo con el niño en brazos en plena noche.

 

Cuando Miaoshou Kong despertó al amanecer y leyó la carta que ella le dejó, sintió algo de rabia y pesar, pero no lo consideró un asunto grave. Pronto encontró a otra mujer y la llevó a casa.

 

Pero desde entonces, ninguna volvió a darle un hijo.

 

Al ver su rostro cada vez más envejecido, Miaoshou Kong Kong finalmente cayó en la desesperación. Lo abandonó todo y, como un loco, recorrió todo el territorio del Gran Chu, desde las regiones del oeste hasta Nanyang, buscando a aquella madre y su hijo. Fue entonces que, por pura coincidencia, recibió noticias: hacía más de veinte años, una mujer había sido encontrada inconsciente con su hijo en brazos a las afueras de la ciudad de Huishuang, y fue rescatada por la adinerada familia Xiao.

 

El matrimonio Xiao, aunque poseía grandes riquezas, no tenía parientes ni hijos. Su plan original era donar toda su fortuna a un templo budista tras su muerte. Pero al congeniar con aquella madre y su hijo, decidieron adoptarlos como hija e hijo. Al pequeño le dieron el apellido Xiao y contrataron a un monje para que le pusiera nombre: “Yuntao”. Ese niño era el padre de Xiao Lan y esposo de Tao Yu’er.

 

La gente sólo envidiaba la riqueza de la familia Xiao, sin saber que poseían otro tesoro que todos en el mundo marcial codiciaban: un objeto con forma de loto rojo, translúcido y brillante, que permanecía frío como el hielo sin importar cuánto tiempo se sostuviera en la palma.

 

—¿Cómo va a estar caliente algo que viene de una tumba? —murmuró Xiao Yuntao, suspirando mientras envolvía la Lámpara Loto Rojo con siete u ocho capas de tela y lo enterraba profundamente.

 

Era un hombre honesto y reservado, sin el menor interés por aquel objeto. No entendía por qué sus padres, antes de morir, le habían insistido tantas veces en que debía cuidarlo bien, que no lo perdiera, para que el “dueño” pudiera recuperarlo algún día.

 

—¿Qué dueño? —preguntó Xiao Yuntao junto al lecho de muerte.

 

El viejo Xiao, entre tos y jadeos, tardó mucho tiempo en explicar la historia. La prosperidad de la familia Xiao se debía a un hombre de apellido Lu que, en tiempos del bisabuelo, les había entregado una gran suma de dinero. A cambio, les pidió que custodiaran la Lámpara de Loto Rojo hasta que pudiera recuperarlo. Pero tras su partida, nunca se volvió a saber de él, y la familia Xiao siguió transmitiendo el objeto en secreto, generación tras generación.

 

Cuando Xiao Yuntao se casó con Tao Yu’er, al principio estaba nervioso. No entendía por qué una joven dama del Jianghu se había fijado en él. Pero luego, al oírla mencionar la Lámpara de Loto Rojo en dos ocasiones, comprendió. Ser honesto no significaba ser tonto. Al contrario, era un excelente comerciante, muy hábil para leer entre líneas.

 

Lo que ni siquiera Tao Yu’er había previsto era que, tras pasar tanto tiempo en la tranquila casa ancestral de los Xiao, acabaría enamorándose de Xiao Yuntao. Y sin darse cuenta, ya llevaba un hijo suyo en el vientre.

 

La Lámpara de Loto Rojo se convirtió en una espina en su corazón. No se atrevía a ofender a su maestro en el Acantilado Wunian, pero tampoco quería poner en aprietos a Xiao Yuntao. Desde el principio todo había estado mal, y si seguía buscando comodidad y evitando enfrentar la verdad, el final no sería bueno.

 

Las hermanas de la secta en el acantilado Wunian se burlaban en secreto al ver que Tao Yu’er no se decidía a actuar, y que incluso había quedado embarazada de Xiao Yuntao. Querían ver cómo terminaba aquella farsa. La abuela Tao Xin también estaba decepcionada con ella. Justo en ese momento, una discípula “por accidente” divulgó que la Lámpara de Loto Rojo estaba en la Mansión de los Xiao, con la intención de presionar a Tao Yu’er para que actuara de una vez.

 

Fue en ese momento cuando Lu Wuming recibió la noticia. Quería ir a la Mansión Xiao en la ciudad de Huishuang para investigar, pero no esperaba encontrarse durante su incursión nocturna con Miaoshou Kong, que también había venido en busca del tesoro… e incluso pretendía recuperar a su nieto.

 

Aunque nunca se habían visto antes, al tener el mismo objetivo —la Lámpara de Loto Rojo— no podían tolerarse mutuamente. Así que, antes siquiera de llegar al patio trasero de la residencia Xiao, ya estaban peleando, con estruendo de sus espadas, desde el centro de la ciudad hasta los alrededores.

 

La batalla duró dos noches y un día. Al amanecer del tercer día, cuando el rocío aún no caía de las ramas, la vieja mansión de los Xiao ardía en llamas que alcanzaban el cielo.

 

Xiao Yuntao murió en el incendio. Tao Yu’er desapareció junto a Xiao Lan. Miaoshou Kong Kong, profundamente afectado, desarrolló un odio feroz hacia Lu Wuming, convencido de que él había enviado gente para interferir. Se volvió como un espectro, obsesionado con cobrar venganza, hasta que en uno de sus enfrentamientos fue alcanzado por un arma secreta de Hai Bi y cayó por un precipicio.

 

Lu Wuming pensó que había muerto. Pero años después, volvió a encontrarse con él en la ciudad de Huishuang.

 

En cuanto a Ji Hao, desde la primera vez que lo vio, Lu Wuming notó algo extraño en su forma de caminar. Ahora lo recordaba: seguramente era discípulo de Miaoshou Kong Kong. Tenía una leve cojera, usaba la mano izquierda para empuñar la espada… defectos típicos de una vida dedicada al entrenamiento.

 

Miaoshou Kong Kong, sin saber que el hombre frente a él era Lu Wuming, lo observó en silencio y soltó una risa siniestra.

 

—Tu padre quiso robarme. Como no pudo, mató gente, prendió fuego, y hasta me lanzó armas ocultas. Dime tú, ¿no es eso vil?

 

—¿Fuiste tú quien secuestró a Ah Liu y Lin Wei? —preguntó Lu Wuming.

 

—¿Cómo iba a hacerte salir si no los capturaba? Como una tortuga escondida en su caparazón, nadie sabía dónde te metías —Miaoshou Kong Kong lo miró con desprecio y soltó una carcajada—. Parece que ese bruto gordo no logró matarte. ¿O acaso tú lo mataste?

 

—Tu objetivo soy yo. Ahora que estoy aquí, ¿vas a darme el antídoto para Lin Wei y Ah Liu? —dijo Lu Wuming.

 

—¿Antídoto? Ese veneno no tiene cura. ¿Lo oíste bien? No… Tiene… Cura… Están muertos —Miaoshou Kong Kong chasqueó la lengua y negó con la cabeza—. Tú mismo estás al borde de la muerte, ¿y aún te preocupas por otros? ¡Qué patético!

 

—Si no hay antídoto, entonces dame el método —dijo Lu Wuming.

 

Miaoshou Kong Kong sonrió con más oscuridad aún.

 

—¿De verdad escuchaste lo que dije? Tu padre quiso robarme, tu madre me lanzó armas ocultas y me hizo caer de la montaña. ¿Y ahora tú vienes a pedirme un método para salvar a otros?

 

Lu Wuming lo miró fijamente.

—¿Cuál es tu verdadero propósito?

 

—¿Mi propósito? —repitió Miaoshou Kong—. Escuché que tu padre ya ha muerto. Dime, antes de morir, ¿te entregó la Lámpara de Loto Rojo?

 

—Si te doy la Lámpara de Loto Rojo ¿liberarás a Ah Liu y Lin Wei? —preguntó Lu Wuming.

 

Un destello cruzó los ojos de Miaoshou Kong Kong.

—¿De verdad lo tienes?

 

—Primero dime si existe un antídoto —respondió Lu Wuming.

 

El rostro de Miaoshou Kong se torció de inmediato, claramente molesto por sentirse presionado.

 

—Si esto es un trato —continuó Lu Wuming—, debe haber intercambio. Yo te doy la Lámpara de Loto Rojo, tú me das el antídoto. Quedamos en paz. Lo demás, lo resolvemos después.

 

Antes de que Miaoshou Kong pudiera responder, se oyó un silbido por delante. Breve, agudo, como una señal secreta.

 

Su expresión cambió de golpe. Tiró de Lu Wuming y lo arrastró a un rincón oculto.

 

Lu Wuming no se resistió. En realidad, también quería saber quién podía poner tan nervioso a aquel hombre.

 

Un joven vestido de negro caminaba lentamente por la ribera.

 

«¿Xiao Lan?» Lu Wuming frunció el ceño. Miró de reojo a Miaoshou Kong, cuya cara se había encendido de emoción, completamente roja por la tensión.

 

Los ojos de Miaoshou Kong parecían pegados al cuerpo de Xiao Lan.

 

Sabía que era su nieto. El niño que Tao Yu’er se había llevado años atrás. El único heredero de las artes secretas del saqueo de tumbas.

 

Lu Wuming se sentía cada vez más desconcertado.

 

En realidad, él no conocía la verdadera identidad de aquel viejo demente. Tampoco sabía que existía alguien llamado Miaoshou Kong o que ese título se transmitía como un legado. Cuando lo encontró años atrás, lo tomó por un ladrón cualquiera del Jianghu. Y ahora, al reencontrarlo, lo máximo que pensaba era que había ganado fama con los años, y que volvía al mundo de las artes marciales con seguidores, buscando vengarse por lo ocurrido en el pasado… y robar la Lámpara de Loto Rojo.

 

«Pero viendo su reacción en este momento… ¿acaso también tenía algo que ver con Xiao Lan?»

 

Xiao Lan entró en una posada y sacó a una persona de debajo de la cama.

 

Ji Hao tenía los ojos cerrados, inconsciente.

 

Xiao Lan le hizo tragar una botella de antídoto, luego se sentó junto a la mesa a beber té y esperar.

 

Pasado el tiempo de una varilla de incienso, Ji Hao despertó lentamente. Miró el techo durante un buen rato antes de recuperar la conciencia.

 

—¿Quieres agua? —preguntó Xiao Lan.

 

—¿¡ME DROGASTE!? —Ji Hao estaba furioso.

 

—No había otra opción. No era mi intención —respondió Xiao Lan con indiferencia.

 

—¿QUÉ HICISTE MIENTRAS ESTUVE INCONSCIENTE? —Ji Hao se levantó, frotándose el cuello dolorido, y golpeó la mesa con tal fuerza que casi la atravesó.

 

—Vamos. Sal conmigo —dijo Xiao Lan.

 

—¡TÚ! —Al ver que no mostraba ni una pizca de remordimiento, Ji Hao lo agarró con rabia—. ¡HABLA CLARO! ¿QUÉ DEMONIOS ESTÁS TRAMANDO?

 

—Lo sabrás afuera —sonrió Xiao Lan—. Si te pierdes el espectáculo, no digas que no te lo advertí.