La Orden Del General 49

  

Capítulo 49

 

Chen Yu se quedó boquiabierto, sin evitar mirar a Xiao Ding.

 

Xiao Ding alzó las cejas, y en la comisura de sus labios se dibujó una sonrisa cruel.

 

Con el regocijo de quien ha logrado su golpe final antes de morir, observaba a Chen Zeming con deleite, saboreando cada gesto de dolor que se le escapaba al adversario, y lo hacía con genuina alegría.

 

—Príncipe… —murmuró Chen Yu, sin moverse del sitio.

 

Desde entre los dientes apretados, Chen Zeming soltó una orden cargada de furia:

—¡Ve!

 

La expresión distorsionada de Chen Zeming lo sobresaltó. Chen Yu se dio la vuelta apresuradamente, salió de la habitación y regresó con el látigo que él mismo usaba, entregándoselo a Chen Zeming. Luego se quedó allí, con la boca entreabierta, queriendo decir algo, pero al ver su rostro, no se atrevió a emitir palabra.

 

Chen Zeming inspiró profundamente, hasta lograr calmarse. Ignoró por completo la vacilación de Chen Yu y dijo con voz fría:

—Fuera.

 

Xiao Ding estalló en carcajadas.

—¿Y qué importa que lo vea? ¿Acaso no te atreves a que presencien cómo matas a tu antiguo señor, Chen Zeming?

 

Antes de que terminara de hablar, el látigo silbó en el aire como una serpiente que lanza su lengua. Un chasquido seco resonó en la habitación, fugaz como un fuego artificial.

 

Cuando Chen Yu logró reaccionar, Chen Zeming ya había recogido el extremo del látigo, miraba fríamente a Xiao Ding, como si nunca se hubiera movido.

 

Xiao Ding seguía de pie, con el rostro ligeramente girado, el cuerpo rígido.

 

Tras un momento de silencio, volvió el rostro hacia ellos.

 

Bajo la luz amarillenta de la lámpara, una larga marca de látigo cruzaba su mejilla derecha. Poco después, la herida comenzó a sangrar, y el hilo de sangre descendió por su mandíbula.

 

Xiao Ding parecía incrédulo, como si no pudiera aceptar lo ocurrido. Levantó la mano con lentitud para tocarse la herida. La sangre manchó de inmediato su palma, y él la observó en silencio, como si el dolor no le perteneciera.

 

Chen Yu tenía la boca abierta. Tardó un buen rato en darse cuenta de que acababa de presenciar algo que no debía ver.

 

Chen Zeming apretaba con fuerza el mango del látigo. Las venas de su mano sobresalían con nitidez. Sin mirar a Chen Yu, dijo con voz baja:

—¿Aún quieres mirar?

 

Chen Yu observó a los dos hombres, retrocedió paso a paso hasta la puerta, se volvió de golpe y, con gesto nervioso, cerró la puerta tras de sí.

 

Apenas retiró la mano, se oyó de pronto el silbido del látigo cortando el aire, seguido de un golpe sordo al caer sobre carne viva, con un ritmo furioso y el aliento de la sangre. Solo con escucharlo, ya se erizaba la piel.

 

Fuera de eso, no se oía nada más en la habitación. Ambos hombres guardaban un silencio tan absoluto que parecía el de los muertos. Pero en ese silencio había algo afilado, algo que, con solo mirar, podía hacer brotar sangre.

 

Chen Yu estaba aterrado. En sus oídos, los latidos retumbaban como tambores de guerra. No se atrevía a quedarse más tiempo y corrió hacia los compañeros que hacían guardia en la puerta del palacio.

 

Al principio, Xiao Ding logró resistir sin moverse ni emitir sonido. Pero a medida que los golpes continuaban, ya no pudo soportarlo: retrocedía, intentaba esquivar.

 

Chen Zeming estaba consumido por el odio. Él también había soportado ese dolor en el pasado. ¿Por qué este hombre no podía? Al final, no era más que alguien que abusaba de su posición. Y él… él había entregado toda su vida por este hombre. Una vida de soledad, de dilemas, de sacrificios.

 

Cuanto más pensaba, más se le agolpaban los sentimientos, hasta rozar la locura.

 

Chen Zeming se decía que no era alguien sediento de sangre, ni encontraba placer en el sufrimiento ajeno. En el campo de batalla había visto morir a muchos, había comprendido la futilidad de la lucha, pero nunca había perdido su esencia.

 

Sin embargo, al ver a ese hombre retorcerse bajo su látigo, una locura desconocida comenzó a brotar en su interior.

 

—¿No eras tú quien me pisoteaba? ¿No eras tú quien me despreciaba? ¿No eras tú quien, incluso al borde de la muerte, se burlaba de mí? ¿Dónde está tu arrogancia ahora? ¿Puede resistir este látigo?

 

Esos pensamientos se multiplicaban con cada golpe, más caóticos, más intensos.

 

Y entonces, en lo más profundo de su ser, nació una especie de placer. Era el gozo de la venganza, la crueldad del poder, la satisfacción de tener el control absoluto sobre otro. Con el látigo, bloqueaba cada intento de escape de Xiao Ding. Su precisión y fuerza hacían que cada golpe cayera sobre antiguas heridas o cerca de ellas, duplicando el dolor.

 

Ese placer distorsionado —o quizá excitación— se intensificaba aún más.

 

Xiao Ding fue obligado a retroceder paso a paso hasta quedar acorralado contra la pared, sin más lugar a donde ir.

 

En ese momento, ya estaba cubierto de heridas. Solo podía protegerse el rostro con ambas manos. Cada vez que el látigo lo alcanzaba, su cuerpo se estremecía violentamente, emitiendo un sonido parecido a la respiración, pero mucho más pesado.

 

Poco a poco, incluso ese sonido se fue apagando, hasta desaparecer por completo.

 

Chen Zeming lanzó unos cuantos latigazos más antes de notar el silencio del otro.

 

Despertó de golpe, como si saliera de un trance, empapado en sudor. Respiraba con dificultad, mirando fijamente a Xiao Ding.

 

El odio reprimido durante tanto tiempo había estallado con una fuerza que no había previsto. Esa emoción era como una bestia salvaje, capaz de arrasar con toda su razón.

 

Comprendía que había perdido el control. Su mano temblaba levemente. Esa pérdida de control lo dejaba desconcertado.

 

Era otro él, una parte que siempre había permanecido en la oscuridad, y que ahora le provocaba miedo.

 

Xiao Ding estaba recostado contra la pared, con la cabeza baja. No se sabía en qué momento sus brazos habían caído a los costados, sin fuerza. Su cabello desordenado le cubría el rostro.

 

Su ropa estaba hecha jirones, como trapos ensangrentados.

 

Parecía no tener vida.

 

«¿Lo he matado?»

 

La mente de Chen Zeming se quedó en blanco. Pero lo poco que quedaba de su lucidez le decía que había evitado los puntos vitales. No podía, no debía matarlo.

 

Tras un momento, avanzó lentamente para comprobarlo.

 

Le apartó el cabello del rostro. Vio sus ojos cerrados con fuerza y su rostro pálido.

 

Chen Zeming se quedó en esa postura, inmóvil.

 

De pronto, Xiao Ding abrió los ojos y le agarró la muñeca. Chen Zeming no reaccionó. Seguía atrapado en el shock.

 

Hasta que sintió el dolor en el cuello. Antes de poder pensar, ya había soltado un puñetazo que apartó al hombre que lo había mordido.

 

Xiao Ding había atacado con ferocidad. Chen Zeming se tocó la herida: sus dedos estaban calientes y pegajosos. Si el mordisco hubiera sido un poco más desviado, estaría muerto. Había visto soldados morir así, desgarrados por los colmillos de los lobos.

 

Xiao Ding yacía en el suelo, con los ojos entrecerrados. Su mirada era la de un lobo solitario.

 

Al ver que Chen Zeming volvía a levantar el látigo, sus ojos mostraron un leve destello de miedo. ¿Es posible que el ser humano pueda ser sometido por la violencia?

 

Chen Zeming se sintió tocado por esa mirada. La locura que acababa de reprimir volvió a brotar con más fuerza.

 

—Tú y yo somos iguales. ¿Y qué importa?

 

Lo levantó del suelo.