ASOF-97

 

Capítulo 97: Antiguos ministros de la dinastía anterior.

 

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Hace más de veinte años, el Emperador anterior arrasó la residencia Xie con fuerza implacable, en una sola noche. Aunque Ji Yanran no lo vivió en carne propia, no le costaba imaginar la escena: toda la corte debía estar en vilo, temiendo verse arrastrada por la caída de la familia Xie. En ese contexto, que Zhou Jiuxiao se arriesgara a pedir un médico para Xie Hanyan no encajaba en absoluto con la imagen que se tenía de él.

 

Después de todo, aquel general Zhou fue destituido por Li Jing por permitir que su hijo cometiera actos violentos en el mercado, y por manipular el poder a su antojo. Los memoriales lo acusaban de arrogante y cruel, y en Wang Cheng, la gente lo maldecía sin cesar, como si no tuviera ni una sola virtud.

 

—Durante el gobierno del Emperador anterior, Zhou Jiuxiao también acumuló méritos militares. No era un inútil. Y si se analiza con detalle, el general Lu fue en cierto modo su discípulo. Al fin y al cabo, por muy brillante que sea un joven comandante, al principio siempre necesita que un veterano lo guíe —explicó Tan Siming.

 

—Si la enfermedad de la señorita A’Bi es idéntica a la de la señorita Xie, ¿tiene usted más del noventa por ciento de certeza de poder curarla? —preguntó Ji Yanran.

 

—De poder, puedo… pero… —Tan Siming se acercó y le susurró algo al oído.

 

Yun Yifeng, que escuchaba desde un lado, se quedó atónito.

—¿De verdad?

 

—Totalmente cierto —afirmó Tan Siming—. Así que, si la señorita A’Bi se cura o no, depende de Su Alteza.

 

Ji Yanran asintió sin dudar.

—Cúrala. Más allá del segundo requisito de Ye’er Teng, con todo lo que hemos descubierto sobre su conexión con Yun Yifeng, no hay forma de dejarla sin ayuda.

 

***

 

En la posada, la cocina ya había preparado la medicina. Era, en efecto, amarga y ácida. A’Bi apenas tomó un sorbo y apretó los dientes, negándose a abrir la boca. Las sirvientas que la atendían no sabían qué hacer, y al final tuvieron que sujetarla por la fuerza y obligarla a tragar. Los gritos que resonaron en la posada fueron tan intensos que helaban la sangre.

 

—Gran jefe —dijo una doncella, arrodillada y temblando—, la señorita A’Bi no quiere tomar la medicina. No tuvimos otra opción.

 

—La próxima vez, con más cuidado — Ye’er Teng no se enfadó. Había costado mucho conseguir ese médico. Quería curarla cuanto antes, curar esa maldita “histeria de mariposa…” y si era posible, recuperar su memoria.

 

«¿Qué clase de tribu tan extraordinaria podía engendrar a una belleza de ojos verdes como jade, capaz de hechizarle el alma?»

 

A’Bi se acurrucaba en la esquina de la cama. El episodio de la medicina la había asustado de verdad. Instintivamente, quería huir a otro mundo. En su mente apareció un rostro borroso, familiar y extraño a la vez. Frunció el ceño con dolor. Fragmentos de recuerdos emergían sin cesar, solo para desvanecerse al instante.

 

Eran almas completamente distintas, obligadas a compartir un solo cuerpo. La presión la estaba volviendo loca.

 

Sus ojos, como esmeraldas, se oscurecieron.

 

Una sirvienta murmuró:

—Gran jefe, parece que la señorita va a recaer. ¿Le damos la medicina para calmar los nervios?

 

—Dásela —dijo Ye’er Teng, poniéndose de pie—. Que duerma bien. Mañana, cuando el médico regrese, le preguntaremos si hay forma de reducir estas pesadillas.

 

En ese momento, Lin Ying esperaba fuera de la posada. Dijo que el Príncipe Xiao deseaba conversar con el gran jefe.

 

Ye’er Teng no se sorprendió.

—Imagino que el Príncipe Xiao no quiere verme solo a mí.

 

Lin Ying sonrió.

—Si el gran jefe tiene compañía, puede traerla también.

 

Y esa “compañía”, como era de esperarse, no era otra que Zhou Jiuxiao, desaparecido desde hacía tiempo.

 

En su momento, en la ciudad Hanwu, al noreste, Zhou Ming recurrió a trucos y engaños para atraer a Ji Yanran hasta Wangxing. Tras el fracaso del plan, se negó rotundamente a revelar el paradero de su tío Zhou Jiuxiao.

 

Quién iba a imaginar que aquel hombre aparecería ahora junto a Ye’er Teng.

 

Pese a haber estado vagando por años fuera del Gran Liang, el antiguo general no mostraba ni rastro de decadencia. Su rostro estaba lozano, su figura seguía siendo imponente. A juzgar por su aspecto, no parecía haberle ido mal.

 

—El Príncipe Xiao ha ganado fama en todas sus campañas estos años —dijo Zhou Jiuxiao—. No tiene nada que envidiar al general Lu en sus mejores tiempos.

 

Al decirlo, Zhoy Jiuxiao echó una mirada a Yun Yifeng y sonrió.

—Maestro Yun, un placer al fin conocerle.

 

—Tienes agallas —Ji Yanran alzó una ceja—. ¿De verdad te atreves a presentarte así, tan campante, ante mí?

 

—Desde el momento en que informé al gran jefe que el médico Tan había tratado la rara “histeria de mariposa”, ya sabía que hoy me encontraría con Su Alteza Real —respondió Zhou Jiuxiao—. Después de todo, usted me ha estado buscando, ¿no es así?

 

Ji Yanran lo corrigió.

—No te estaba buscando. Te estaba persiguiendo. Escapaste durante tu exilio, luego en Xuege del pico Piao Miao enviaste a tu sobrino para intentar convencerme de levantar un ejército y usurpar el trono. Ahora apareces junto a la tribu Geteng. Según la ley, ya podrías haber sido ejecutado siete u ocho veces.

 

—¿Por qué tanta prisa en matarme, Su Alteza? —Zhou Jiuxiao se mantuvo sereno—. He venido porque tengo muchas cosas que quiero conversar con usted.

 

—Si no me equivoco —dijo Ji Yanran con frialdad— Su Min Hou y Yang Boqing, también fueron capturados por ti, ¿verdad?

 

Zhou Jiuxiao asintió.

—Así es.

 

Ye’er Teng frunció ligeramente el ceño. No sabía que Zhou Jiuxiao tenía también a ese hombre en sus manos.

 

—Hace unos meses, cuando Su Alteza se marchó hacia el oeste con sus tropas, Yang Boqing, al enterarse, no pudo seguir esperando en la ciudad Dayuan. Estaba convencido de que pronto llegaría una espada imperial para cortarle la cabeza. En su desesperación, me envió una carta pidiendo abandonar el Gran Liang.

 

Ji Yanran lo miró con dureza.

—¿Y entonces asesinaste a más de treinta sirvientes de la Mansión Yang, solo para que no se filtrara la noticia?

 

Zhou Jiuxiao suspiró.

—Eso no fue obra mía. Fue la propia familia Yang quien tomó esa decisión. Yang Boqing tenía en su mansión un grupo de guerreros buitres. Yo solo envié una caravana comercial disfrazada para recogerlo en Taiyuan. Lo que ocurrió dentro de la residencia… lo desconocía por completo.

 

Al mencionar a los guerreros buitres, Yun Yifeng recordó algo. Li Jun le había contado que, tiempo atrás, vio a un grupo de chamanes de aspecto extraño merodeando de noche por el jardín de la residencia Yang. En aquel momento, ambos pensaron que se trataba de la secta del Cuervo Rojo. «Pero ahora… ¿no serían estos mismos hombres?»

 

En las leyendas del desierto, la tribu de los buitres tenía la costumbre de recolectar los huesos de sus presas. Por ejemplo, arrancaban falanges para ensartarlas como colgantes que simbolizaban la victoria.

 

Las llamas de las velas titilaban en el salón. Zhou Jiuxiao continuó:

 

—Para ser franco, nunca me agradó ese Su Min Hou. No tenía méritos militares, ni talento estratégico. Solo se mantenía en la corte imperial gracias a su linaje y a una hermana favorecida por el emperador.

 

«Era un chiste de mal gusto.»

 

Ji Yanran se recostó en su silla.

 

—Entonces, ¿por qué salvarlo? Si lo hubiese matado con mi espada, ¿no habría sido mejor?

 

Zhou Jiuxiao replicó:

—¿Acaso el Príncipe Xiao no quiere saber la verdad sobre la apertura de las compuertas del río Baihe?

 

Ji Yanran alzó la mirada y lo encaró.

 

—Imagino que Su Alteza ya ha oído que la apertura de las compuertas del río Baihe fue obra de la familia Yang —dijo Zhou Jiuxiao—. Pero detrás de eso hay otra historia, una que quizás nadie ha contado aún. Yang Boqing está ahora en Yancheng. Si lo desea, puedo traerlo de inmediato.

 

Ye’er Teng escuchaba cada vez más incómodo. Aunque colaboraba con Zhou Jiuxiao, no le agradaba descubrir que este ocultaba otra pieza clave. Sentía que lo habían dejado en la oscuridad, como si lo estuvieran manipulando. Pero al pensar en todo lo que estaba por venir, decidió tragarse la molestia.

 

El carruaje llegó pronto con Yang Boqing. Al enterarse, Li Jun se llevó un buen susto. Se agachó junto a la puerta, entrecerrando los ojos para espiar por la rendija.

 

Yang Boqing vestía ropa tosca, con el rostro demacrado y el cabello completamente blanco. Parecía un anciano caído en desgracia. Pero al recordar que este hombre, años atrás, había conspirado para inundar una ciudad y que luego crio guerreros para masacrar civiles… Yun Yifeng sintió un escalofrío en la espalda. Toda compasión se evaporó al instante.

 

Y ese viejo, apenas abrió la boca, soltó que el asunto del río Baihe, aunque ideado por Yang Boguang, siempre tuvo detrás otra fuerza que lo empujaba: nada menos que el difunto Emperador Li Xu.

 

—¡QUÉ INSOLENCIA! —exclamó Ji Yanran, furioso.

 

—Su Alteza, no se enfade aún. Permítame terminar —dijo Yang Boqing—. Cuando se desvió el cauce del río Baihe, Boguang no tenía malas intenciones. A lo sumo, mandó provocadores, difundió rumores, buscando incomodar al príncipe heredero. Pero abrir las compuertas antes de tiempo… eso jamás lo había considerado.

 

—¿Y por qué lo consideró después? —preguntó Ji Yanran.

 

—Fue por instigación del entonces viceministro de guerra, el señor Nan Fei —respondió Yang Boqing—. Boguang se dejó llevar por un arrebato. Cuando todo salió a la luz, él confesó el nombre de Nan Fei. Pero el Emperador lo protegió con esmero. Ni lo interrogó, y más tarde incluso lo ascendió. ¿No es bastante evidente?

 

—El señor Nan lleva muerto diez años. No puede defenderse. Usted puede inventar lo que quiera —replicó Ji Yanran.

 

—Lo sé. No tengo pruebas. Su Alteza no tiene por qué creerme —admitió Yang Boqing—. Pero piense: ¿por qué Nan Fei, sin talento ni logros, fue tan favorecido por el Emperador? ¿Por qué, al año de la muerte de Boguang, su hijo Yang Cao se coló en la mansión Nan y trató de asesinarlo, muriendo a golpes? ¿Y por qué, en sus últimos años, el Emperador gritó entre lágrimas que se sentía culpable ante un general? Muchos sirvientes lo oyeron. ¿Nunca se preguntó a qué general se refería?

 

En aquel entonces, el general del norte, Liu Dayuan, había caído por beber demasiado vino imperial. Estuvo postrado tres o cuatro meses. Todos pensaron que el lamento era por él y lo tomaron como anécdota. Pero ahora, al pensarlo bien… ¿realmente merecía un llanto tan desgarrador del emperador?

 

—Ese “sentimiento de culpabilidad” —dijo Yang Boqing— era por el general Liao. El emperador permitió los actos de Boguang para debilitar a los Yang, sin saber que el joven Liao estaba en el pueblo y murió ahogado. El viejo general Liao cayó enfermo, quedó medio inválido. El Emperador lo llevó al palacio, lo cuidó con esmero. Desde fuera parecía afecto… pero era culpa.

 

—Créalo o no, Su Alteza —añadió Yang Boqing—. Usted ha buscado la verdad durante años. Yo la conozco. Y ahora la ofrezco para salvar mi vida.

 

—Con solo palabras sin pruebas, el señor Su Ming Hou no tiene salvación —Ji Yanran respondió con frialdad.

 

—La familia Yang cometió errores, sí. Pero en este mundo, ¿no es todo cuestión de vencedores y vencidos? —replicó Yang Boqing—. Al inicio del reinado, mi familia luchó sin descanso, junto a otras casas nobles, para estabilizar el Gran Liang. Y cuando el trono estuvo firme, lo primero que hizo el Emperador fue debilitarnos. ¿Quién no se sentiría traicionado?

 

—Si el Emperador realmente no toleraba a los Yang, usted habría perdido la cabeza hace años —dijo Ji Yanran.

 

—Ahí se equivoca, Su Alteza —respondió Yang Boqing—. Que aún viva no es clemencia. Cuando mi hermana, vestida de luto, enumeró los méritos de nuestra familia y se suicidó en las escaleras del palacio, muchos ministros lo vieron. Si el Emperador nos exterminaba, habría quedado como un ingrato. Mejor perdonarnos, sabiendo que ya éramos un sol poniente.

 

—¿Un sol poniente? ¿De verdad lo cree? —Ji Yanran dejó la taza de té—. ¿Y los espías que colocó junto a mi hermano? ¿Eran para entretenerse con chismes del palacio?

 

Yang Boqing no lo negó.

 

—Solo buscaba una vía de escape. No quería estar en el pueblo de Jin, agradeciendo favores, mientras el Emperador planeaba destruirnos.

 

Ye’er Teng, sentado a un lado, escuchaba sin intervenir. Fue Zhou Jiuxiao quien habló:

—Sin la entrega de la familia Yang, el Gran Liang habría tardado cinco años más en estabilizarse. Solo por eso, Su Alteza debería permitir que Su Ming Hou viva sus últimos años en paz…

 

Ji Yanran lo miró fijamente.

 

—Por supuesto, con mi situación actual, no tengo derecho a pedir nada —dijo Zhou Jiuxiao, con tacto—. Pero hay cosas que los ministros no dirán, ni se atreverán a decir. Solo los “rebeldes” tenemos el valor de hablar claro.

 

—¿Y tú también tienes secretos que sacudirían el imperio? —preguntó Ji Yanran.

 

—No tanto como eso —respondió Zhou Jiuxiao—. Solo algunos asuntos antiguos sobre las familias Lu y Xie. Que Xie traicionó, es cierto. Pero acusar al general Lu de lo mismo… eso sí es una calumnia. Él vivió para el Gran Liang, para su gente y su tierra. Fue un leal entre los leales.

 

Pero justo ese leal general, en la batalla por la ciudad Heisha, pareció haber perdido el juicio.

 

—Dicen que el general Lu era valiente pero imprudente, por eso cayó —dijo Zhou Jiuxiao—. Pero antes del ataque, su vicecomandante lo advirtió varias veces: si se lanzaba sin preparación, las posibilidades eran menores al cincuenta por ciento. Incluso los funcionarios locales se unieron a la súplica. Pero no lograron convencerlo.

 

—¿Y entonces? —preguntó Ji Yanran.

 

—Eso no era propio del general Lu —dijo Zhou Jiuxiao con firmeza—. Así que solo hay una explicación. La ciudad Heisha era fácil de defender y difícil de atacar. Para conquistarla, la única estrategia viable era presionar con el grueso del ejército, obligar al enemigo a salir, y entonces lanzar una segunda fuerza por el flanco, como tropas celestiales cayendo del cielo. Príncipe, usted ha guerreado muchos años. Seguro estará de acuerdo conmigo.

 

Pero el desastre ocurrió porque, tras la ofensiva de Lu Guangyuan, no hubo tropas por el flanco. La línea entera se derrumbó.

 

Ji Yanran flexionó los dedos, pensativo.

 

Zhou Jiuxiao continuó, palabra por palabra:

—Fue porque el Emperador anterior nunca envió las tropas prometidas. El general Lu había acordado la estrategia con él. Para evitar filtraciones, ni siquiera se lo dijo a su vicecomandante. Por eso se habló de “falta de táctica y precipitación”. Pero todo fue una trampa. La familia Xie ya había caído y en Wang Cheng corrían rumores de que el general Lu estaba en contacto con potencias extranjeras. El Emperador, lleno de sospechas, aprovechó la batalla para eliminarlo. El vicecomandante que intentó disuadirlo murió en combate, pero el funcionario local Qian Shulou aún vive. Puede ser interrogado. Además, es cierto que Pu Chang lideró una unidad de élite para escapar de Heisha, viajando día y noche hacia la capital en busca de refuerzos.

 

—Muchos vieron al general Pu —añadió Zhou Jiuxiao—. Estaba cubierto de polvo y sangre seca, como costras negras. Pero al día siguiente, el Emperador no mencionó nada. Y el general Pu desapareció desde entonces.

 

Yun Yifeng miró a Ji Yanran. La descripción coincidía con la aparición del mapa secreto de Zichuan. Pu Chang, al salir del palacio imperial, debió enterarse de la muerte de Lu Guangyuan. Luego huyó al templo Mingya en la ciudad Yuehua, donde escribió tratados militares y mapas secretos. Más tarde, se estableció en la ciudad Beiming Feng, donde formó una familia.

 

—Muchas cosas no son como las ve Su Alteza, ni como las oye —dijo Zhou Jiuxiao—. Podría haber ignorado la enfermedad de la señorita A’Bi y buscar tranquilidad. Pero al final, quise verlo en persona.

 

—Desde el pabellón Shang Xue en el pico Piao Miao, tus actos no parecen los de alguien que busca paz —Ji Yanran no le dio tregua—. ¿Y la señorita Xie? ¿Dónde está?

 

—No lo sé —respondió Zhou Jiuxiao—. La saqué de Wang Cheng en secreto y siguiendo las órdenes del general Lu, la envié al sur, a la tribu Mustang. Desde entonces, no he sabido nada.

 

«La tribu Mustang …» Al oír ese nombre, Yun Yifeng recordó la carta escondida en su cuna. Escrita por Pu Chang antes de morir, pedía a Luo Ruhua y su hijo que buscaran al jefe Zhegu en esa tribu. También mencionaba a una “joven” —ahora parecía claro que era Xie Hanyan. La carta hablaba de su arrepentimiento por no conseguir refuerzos, y acusaba al emperador de haber creído calumnias y traicionado a los leales. Todo coincidía con lo dicho por Zhou Jiuxiao.

 

La verdad parecía emerger al fin. Aún no había pruebas sobre el río Bai, pero la derrota de Heisha y la muerte del general Lu estaban claramente ligadas al Emperador anterior.

 

Ye’er Teng, desde un lado, comentó con indiferencia:

—En cuanto a intrigas, nadie supera al Emperador del Gran Liang. Hoy he aprendido algo nuevo.

 

—Tal vez debería aprender en otro lado —replicó Yun Yifeng, mirándolo—. Sabiendo que estos dos son criminales buscados por el Gran Liang y aun así los mantiene en las praderas de Qingyang… no parece que el gran jefe tenga intención alguna de paz.

 

—El gran jefe ama profundamente a la señorita A’Bi —intervino Zhou Jiuxiao—. Por salvarla, está dispuesto a todo. En eso, se parece mucho al Príncipe Xiao.

 

—No me interesan sus dramas de lealtad y traición —dijo Ye’er Teng, poniéndose de pie—. La tribu Geteng decide a quién acoge y a quién expulsa. No es asunto de forasteros. Ya que todo está dicho, nos retiramos.

 

—Entonces me adelanto —dijo Zhou Jiuxiao—. Su Alteza, maestro Yun… hasta la próxima.

 

Afuera, ya era de noche. Ye’er Teng subió al carruaje, mirando a Zhou Jiuxiao con desagrado.

—No dijiste que había otro escondido en esta ciudad.

 

—Pero es útil, ¿no? —respondió Zhou Jiuxiao en voz baja—. Gran jefe, no olvide nuestro plan.

 

Ye’er Teng lo advirtió:

—Solo toleraré este tipo de cosas una vez.

 

Zhou Jiuxiao bajó la cabeza.

—Mn.

 

Yang Boqing también subió al carruaje. El grupo se dirigió hacia la posada.

 

En la residencia del general, Yun Yifeng estaba detrás de Ji Yanran, masajeándole suavemente las sienes.

 

—Todos tienen sus propios planes. Sus intenciones están casi escritas en la cara. ¿Por qué preocuparse tanto?

 

—Pero está la carta del general Pu —Ji Yanran tomó su mano y lo atrajo a su pecho—. ¿De verdad no tienes ninguna idea?

 

Cuando la leyeron, pensaron que Lu Guangyuan había quedado atrapado en Heisha y que el Emperador se negó a enviar refuerzos. Tal vez por estrategia, o tal vez —como decía Pu Chang— por haber creído en calumnias. Pero eso podía considerarse un error de juicio. Lo que Zhou Jiuxiao reveló hoy, en cambio, era otra cosa: una trampa deliberada. El Emperador incitó al general Lu a atacar y luego incumplió su promesa de enviar tropas.

 

Ji Yanran suspiró.

 

—Ya no sé cómo seguir investigando. Quizás cuando la señorita A’Bi recupere la memoria, podamos saber el paradero de la señorita Xie.

 

—Ye’er Teng se ha aliado con traidores del Gran Liang. No me creo que arriesgue tanto solo por amor —dijo Yun Yifeng, tomándole el mentón—. Y Zhou Jiuxiao acercándose a la tribu Geteng… tú sabes bien qué puede haber detrás. Ese tercer requisito no será fácil.

 

—Lo sé —asintió Ji Yanran—. Dejemos ese tercer requisito por ahora. Al menos tenemos a A’Bi, que parece estar ligada a tu pasado. Primero, curemos su enfermedad.

 

Los hermanos Wu En y Gergen ya habían partido en busca de “Duoji”, el nombre que A’Bi murmuraba en sus delirios. Con suerte, podrían encontrarlo.

 

—Ya es tarde. Vamos a descansar —dijo Yun Yifeng, levantándolo—. Esta noche está fría. Date un buen baño caliente. Yo iré a ver al Rey Pingle. Estaba espiando en la puerta cuando oyó lo de la sangre derramada por la concubina Yang. Seguro está afectado.

 

Li Jun no estaba en su habitación. Yun Yifeng lo buscó por toda la casa, hasta que lo encontró en la cocina, con los ojos enrojecidos, triste, preparando vino dulce con dátiles fermentadas.

 

—Cuando mi madre vivía, solía prepararme esta sopa dulce con sus propias manos —dijo, y al hablar, la emoción lo desbordó. Estaba a punto de romper en llanto.

 

Yun Yifeng le tomó la cuchara con delicadeza.

 

—No te preocupes. Si la concubina Yang puede verte así… sano, seguro se sentiría muy orgullosa.

 

Li Jun se hundió más en su tristeza.

—Soy un inútil.

 

—No del todo —dijo Yun Yifeng, añadiendo azúcar al caldo—. Al menos tienes buen gusto. ¿Recuerdas esa tinaja pastel del palacio?

 

Li Jun pensó en ella. Era tan fea que le dolían los dientes.

—Cierto.

 

—Vamos, prueba un poco. Te va a reconfortar —Yun Yifeng le sirvió un cuenco, con mirada cálida.

 

Li Jun, conmovido, bebió de inmediato. Pero al tragar, hizo una mueca.

—Está tan dulce que raspa la garganta.

 

—Así debe ser un postre —Yun Yifeng lo rodeó por los hombros—. Hazme un favor.

 

Li Jun dejó el cuenco.

—¿Qué es?

 

Yun Yifeng se inclinó y le susurró algo al oído.

 

Li Jun se sobresaltó. Hasta el cabello se le erizó.

—¿Qué clase de petición es esa?

 

—Es para salvar a una belleza de ojos verdes —dijo Yun Yifeng—. Alguien como tú, que sabe apreciar la delicadeza, no se negaría.

 

Li Jun: “…”

«Quisiera negarme. Pero no puedo.»

 

«El maestro Yun, cuando se pone a persuadir, no hay quien lo detenga. Ni en los trescientos años pasados, ni en los trescientos por venir.»

 

Así que prometió solemnemente:

—Después de ayudarte con esto, te haré sopa todos los días. Para la salud, el ánimo, y la longevidad.